La trilogía de la caballería
El concepto de trilogía suele tener un prestigio misterioso entre cinéfilos y críticos, incluso espectadores en general. Dejando aparte el posible atractivo simbólico que para algunas personas tiene el número tres (considerado divino por excelencia), una trilogía parece prometer una unidad temática entre determinadas obras de un cineasta, sobre todos los que son considerados autores. De esta manera, tendríamos la trilogía de wésterns de Howard Hawks (Río Bravo, El Dorado y Río Lobo), la trilogía de la incomunicación de Michelangelo Antonioni (La aventura, La noche y El eclipse), la trilogía del silencio de Ingmar Bergman (Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio) o la trilogía de los colores de Krzysztof Kieślowski (Tres colores: Azul, Tres colores: Blanco y Tres colores: Rojo). En España la trilogía nacional de Luis García Berlanga (La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III) o la trilogía de El crack de José Luis Garci (El crack, El crack II y El crack cero) serían los dos ejemplos más representativos de lo que estoy hablando. O bien, la prolongación en el tiempo de un trama que por su extensión promete ampliar la diversión obtenida en una entrega: la trilogía de Star Wars (en realidad, tres trilogías), la de El Señor de los Anillos o la de Matrix. Sin embargo, para un conjunto nada despreciable de cinéfilos cuya pasión por el cine de género fue fomentada cuando éramos niños por la inolvidable Primera sesión de los sábados por la tarde TVE, el tríptico por antonomasia siempre será la trilogía de la caballería del gran maestro John Ford. En la actualidad, la simple mención de películas como Fort Apache (1948), La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949, la única de ellas que recibió una nominación al Premio Óscar y logró un premio de la Academia) y Río Grande (Río Grande, 1950) me hace recordar una serie de imágenes entrañables, que siempre han permanecido intactas en mi retina: John Wayne al frente del 7.º Regimiento de Caballería contra los indios, los bailes en los fuertes con sus ponches bien cargados de güisqui, las esposas de los soldados despidiendo a sus maridos sin saber si regresarán con vida de la batalla, los jefes indios esperando impasibles la aparición de la caballería, la tropa entonando una canción popular para promover el compañerismo, los oficiales jóvenes cortejando a la hija del coronel…
Durante mucho tiempo la trilogía de la caballería sirvió para etiquetar a John Ford y John Wayne de fascistas. Llegaron a recriminarles que la visión que daban del ejército estadounidense era una glorificación del militarismo yanqui colonialista y genocida. Juzgar a Ford y Wayne basándose en supuestos criterios políticos me parece propio de críticos más amigos de la dimensión ideológica que de la artística, y que valoran antes un tema que la forma en que este es desarrollado por sus responsables. Juzgar unas películas estrenadas en el siglo XX con la mentalidad del siglo XXI es una muestra desproporcionada de estupidez. Sin embargo permanecen callados con anécdotas como la sucedida durante el rodaje de Centauros del desierto (The Searchers, 1956) cuando un niño navajo cayó gravemente enfermo de neumonía y necesitaba atención médica urgente. John Wayne disponía de avión propio. Su piloto llevó al niño al hospital. Por su obra los navajos le pusieron como apodo el hombre con el gran águila.
Los elementos en común de las tres películas son muy evidentes. Todas ellas tienen su centro de operaciones en fuertes fronterizos gobernados por el mítico 7º Regimiento de Caballería, se basan siempre en historias de James Warner Bellah, un autor de novelas del Oeste muy popular en su época, John Wayne es el protagonista de la trilogía, si bien en Fort Apache comparte protagonismo con su amigo Henry Fonda, se repiten casi los mismos actores de reparto (el entrañable y carismático Victor McLaglen aparece en las tres), las canciones populares que cantan la tropa y que tanto le gustaban a Ford (incluso una de ellas, le da título al segundo título, She Wore a Yellow Ribbon (La legión invencible), los encarne el mismo actor o no, el mismo prototipo de personajes (el sargento grandullón y fornido, el joven oficial en formación, la muchacha enamorada de este; el soldado experto en caballos y rastrear indios, el médico inteligente e incrédulo… Y, por supuesto, el capitán carismático que sabe en todo momento cómo debe tratar a sus hombres.
Sin embargo, no existe una continuidad argumental en las tres cintas. Aunque el segundo filme parece que comienza donde acaba el primero, ya que muestra las consecuencias de la derrota del 7º Regimiento de Caballería en Little Bighorn. El personaje de John Wayne en la primera y la última se llama casi igual: Kirby York por Kirby Yorke, y Victor McLaglen encarna en las dos últimas a un sargento mayor llamado Quincannon. De esa manera, la visión de unidad que percibe el espectador en ellas es indiscutible, hasta tal punto que resulta lógico que atribuyan a una película un acontecimiento o personaje que sale en otra.
En 1948, John Wayne realizó otra de sus interpretaciones que más me gustan: el forajido Robert Marmaduke Hightower en Tres padrinos (The Three Godfathers), aunque el protagonista de verdad es el desierto. Excelente cuento de Navidad de John Ford contado como a él más le gustaba, en forma de wéstern, quizá uno de los menos conocidos del gran maestro, aunque esté a la misma altura de sus mejores películas. La película arranca espectacularmente y cuando el espectador espera y disfruta de un argumento típico de una película del Oeste, la historia da un giro inesperado para convertirse en un cuento de Navidad de gran emotividad.
Río Grande, puro John Ford, pura poesía
Cuando ningún estudio quería financiar El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), Herbert John Yates le prometió a John Ford llevar su sueño a la gran pantalla, en color y filmado en Irlanda. Pero se aprovechó de la situación y puso como condición inapelable que Pappy rodara otra película antes que esa y que fuera un gran éxito de taquilla. Le puso sobre la mesa la posibilidad de hacer un wéstern en blanco y negro con un presupuesto moderado. El resultado fue la tercera de sus películas sobre la caballería, Río Grande (Río Grande, 1950), donde participaron los mismos actores que iban a trabajar en El hombre tranquilo: John Wayne, Maureen O’Hara y Victor McLaglen. Después de haber trabajado con casi todas las grandes productoras, hacerlo en un estudio especializado en películas de serie B supuso un bajón emocional sin precedentes para Ford. Aunque al fundador y presidente de Republic Pictures le interesaba contar con un director tan prestigioso en su estudio.
El planteamiento de Río Grande es algo distinto al de las dos películas anteriores, puesto que el conflicto dramático se basa en las relaciones familiares. El teniente coronel Kirby Yorke (John Wayne) lleva 15 años sin ver ni a su esposa (Maureen O’Hara) ni a su hijo (Claude Jarman Jr.), ya que aquella se distanció de él cuando antepuso sus deberes militares a los familiares, quemando durante la guerra de Secesión la propiedad familiar. De pronto, ambos vuelven a encontrarse con él: el hijo porque, expulsado de West Point, decide demostrarle a su padre que está capacitado para seguir su senda alistándose en su regimiento. La madre, para tratar de apartar a su hijo de la profesión que ha acabado con su matrimonio. El trasfondo del conflicto doméstico, la descripción del mundo del fuerte fronterizo y el conflicto con los indios son los tres pilares básicos de Río Grande. Si bien en la plasmación de estas tres cosas Río Grande no alcanza la fuerza de sus predecesoras. Aunque carece en algunas ocasiones de cohesión y equilibrio, Río Grande es una obra maestra en la que John Ford vuelve a retratar magistralmente un conjunto de grupos que no parecen tener mucho que ver entre sí.
A esta película le debemos el primer emparejamiento cinematográfico entre John Wayne y Maureen O’Hara, que ya despiertan el mismo sentimiento que en sus otras dos películas que rodaron con John Ford, la famosa El hombre tranquilo y la casi desconocida, aunque espléndida, Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957). La sensualidad indudable de la actriz irlandesa y la inimitable forma de mirar que tenía el actor estadounidense hacen saltar, sin lugar a dudas, chispas. Lo mejor de la película radica en todas y cada una de las escenas en que aparecen juntos. En otro orden de cosas, supone un auténtico inconveniente la falta de química Claude Jarman jr —el niño prodigio de El despertar (The Yearling, 1946), de Clarence Brown, que no consiguió hacer carrera adulta— y sus padres, que hace decaer el conflicto familiar por ese lado.
Pese a estar considerada un Ford, Río Grande tiene los elementos suficientes de interés —John Wayne y Maureen O’Hara aparte— para verla agrado y que contenga algunas de las mejores escenas jamás rodadas por su autor: la espectacular carga dramática de la escena en que el padre descubre la presencia de su hijo entre los reclutas, la manera en que la señora York siente la canción que entonan los cantores del fuerte porque la chica de la canción y ella se llaman igual, Kathleen…
En Río Grande el teniente coronel Kirby Yorke debe elegir entre su obligación militar o su familia. Opta por la primera opción, que pasa por quemar los graneros y las tierras de su mujer, algo que le aleja tanto de ella como de su hijo Jeff durante quince años, en los que su carácter y sentido del deber como general se endurecen. No obstante, la obstinación de O’Hara y el reencuentro con su hijo, conseguirán finalmente que abandone su orgullo y pida perdón, lo que permitirá la esperada reunificación familiar. La marcha sudista suena como colofón de la película, para ensalzar la victoria triunfal de una mujer que ha superado la humillación sufrida durante la guerra y ha recuperado a su familia.
Muchos críticos opinan que Río Grande marca el comienzo de la madurez en el retrato de personajes femeninos de John Ford. Y junto con El hombre tranquilo y Escrito bajo el sol forman la trilogía de películas en las que John Wayne fue pareja de Maureen O’Hara a las órdenes de Ford. En los tres filmes, los desencuentros vitales y amorosos de los dos personajes forman parte inexorable del proceso de redención de Wayne.
John Wayne debería haber sido nominado al Premio Óscar al mejor actor en la 23.ª edición de estos galardones por su estupenda interpretación del teniente coronel Kirby Yorke, un gran militar debido a su conducta temeraria, pero imprudente, sus pocos escrúpulos a la hora de respetar el reglamento oficial cuando la ocasión lo requiere, su osadía para cumplir órdenes de manera oral, su sentido del deber tan acusado que lo lleva a ser inflexible en el cumplimiento de las órdenes recibidas, su orgullo y sentido particular de lo que implican las obligaciones militares, lo que provoca un distanciamiento más que evidente en el comportamiento de un militar normal. Por todas estas razones está separado de su mujer, lo que supone una situación equivocada. La rigidez de Yorke en el cumplimiento del deber fue lo que le llevó a ordenar quemar las plantaciones familiares de su mujer, y con las plantaciones se llevó por delante la relación entre ambos. En esta situación nos encontramos con una de las característica fundamentales del héroe cinematográfico clásico: a pesar de tener una gama de virtudes amplia, al mismo tiempo tiene un defecto importante que de no ser superado le conducirá al más absoluto de los desastres y que se manifiesta en que el héroe se encuentra en una situación extraña y deficiente. Pero en el cine clásico el héroe tiende a superar sus errores, por muy trágicos que sean, y, aparentemente, siempre tienen un final feliz.
Río Grande no logró ninguna nominación al Óscar, pero sí compitió en los Premios WGA del Sindicato de Guionistas de Estados Unidos al mejor guion wéstern (James Kevin McGuinness).
De las tres nominaciones a los Premios Óscar que logró John Wayne ninguna de ellas fue por una película rodada con John Ford. Le nominaron en 1950 por Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima, 1949), de Allan Dwan; en 1961 como productor por El Álamo (The Alamo, 1961) dirigida y protagonizada por él mismo; y en 1970 por Valor de ley (True Grit, 1969), cinta que rodó a las órdenes de Henry Hathaway, otro de sus grandes amigos, y que, por fin, le permitió subir al estrado a recoger la ansiada estatuilla dorada, desbancando a rivales tan fuertes como Richard Burton, Dustin Hoffman, Peter O’Toole y Jon Voight.
En Maureen O’Hara, nacida en Dublín, John Wayne había encontrado, con permiso de Claire Trevor y Marlene Dietrich, a su pareja ideal. Una mujer deslumbrante, robusta y fuerte, con el cabello de fuego y unos ojos verdes de leyenda, espejo sutil de tanta pureza, que esconden del amor la incoherencia, lo suficientemente imperiosa como para emparejarse con John Wayne. Su férreo carácter irlandés le permitía cantarle las cuarenta a cualquiera. El elenco y el equipo técnico le pusieron el apodo de Big Red Ella por ese motivo. Incluso puso firme al mismísimo John Wayne. El mítico actor dijo una vez de ella: «Prefiero vérmelas con un matón de dos metros que con ese huracán devastador llamado Maureen O’Hara».
La extensa y malograda historia de amor y matrimonio de John Wayne y Maureen O’Hara en Río Grande fue un adelanto del inestable y ardiente romance que tuvieron sus personajes en la siguiente película que rodaron juntos: El hombre tranquilo.
El hombre tranquilo, algo más que una película
A lo largo de mi vida, en muchas ocasiones, la vivencia de una obra cinematográfica, sea del tipo que sea, ha llegado a marcar mi personalidad de tal manera que ha conseguido cambiar mi forma de pensar y percibir la realidad. Ese instante íntimo e irrepetible hace que descubra en mí mismo algo que quizá no sospechaba que habitaba en mi interior hasta ese instante y termina por enriquecerme ayudándome a definir mi identidad. El hombre tranquilo ha sido una de esas películas que ha suscitado en mí esas sensaciones que he mencionado anteriormente.
El hombre tranquilo comienza cuando Sean Thornton (John Wayne), un exboxeador de éxito procedente de los Estados Unidos llega a Irlanda en busca de Innisfree, el pueblo natal que tuvo que abandonar siendo muy niño al irse con sus padres a América en busca de un futuro más próspero, como tantos otros compatriotas se vieron obligados a hacer durante la gran emigración irlandesa al otro lado del Atlántico entre el siglo XIX y principios de XX. La intención de Sean es comprar los terrenos que ocupa la que fuera la casa de su familia, llamada Blanca Mañana y que ahora se encuentra abandonada, para reconstruirla con sus propias manos y establecerse allí definitivamente, intentando huir de un pasado que le atormenta. A su llegada a Innisfree Sean se encontrará con Mary Kate Danaher (una majestuosa Maureen O’Hara), de la cual se queda prendado desde el primer momento. Sin embargo, Mary Kate demuestra ser una mujer con un carácter fuerte, que además se encuentra demasiado atada a las costumbres locales, lo que causará múltiples conflictos entre Sean y ella debido a que ven muchos aspectos de la vida de una manera completamente diferente. Al principio, la condición de forastero de Sean no le pondrá las cosas nada fácil. Él es un hombre de ciudad, acostumbrado a conseguir lo que desea. Pero en Innisfree las cosas son muy diferentes y a pesar de su esfuerzo por integrarse en la vida del pueblo, no podrá esquivar los roces que suponen su interés por Mary Kate y Blanca Mañana. Principalmente porque ambos asuntos pasan por Will Danaher (Victor McLaglen), uno de los hombres más ricos de Innisfree y hermano mayor de Mary Kate, quien acabará por convertirse en su peor enemigo. Si quiere que la relación con Mary Kate prospere tendrá que enfrentarse con ese secreto oscuro que le obligó a abandonar precipitadamente los Estados Unidos aprender a respetar, con la ayuda inestimable de Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), las reglas que rigen en su nuevo hogar y que para él son totalmente extrañas (sobre todo las relacionadas con la dote de boda de Mary Kate).
John Ford dota al personaje de Sean Thorton de ciertos tintes autobiográficos: los padres de Ford también se vieron obligados a emigrar de Irlanda a la prometedora América, la única diferencia es que mientras que Sean nace en Irlanda, Ford lo hace ya con sus padres establecidos en los Estados Unidos, en concreto en Cape Elizabeth (Maine). Incluso en sus nombres encontramos ciertas coincidencias. Aunque todavía no está del todo claro, parece que el nombre original de John Ford fue John Martin Feeney ( comenzó su carrera cinematográfica llamándose Jack Ford) y el de su padre, Sean A. Feeney. Mientras que en el caso de Sean Thornton, además de la coincidencia en el nombre de su padre, vemos que también lo hereda de otro pariente, en este caso su abuelo, llamado también Sean Thornton.
John Ford nos describe Innisfree como un lugar idílico en el que la vida transcurre sin apenas sobresaltos y nadie parece tomarse las cosas demasiado en serio. La convivencia entre protestantes y católicos es tranquila y los conflictos eventuales que puedan aparecer se resuelven en el pub de Pat Cohan en torno a unas cuantas pintas de cerveza negra, en el peor de los casos con una pelea sin más consecuencias que unos cuantos moratones y algunos dientes rotos. Desde el primer momento los espectadores sienten una gran afinidad con ese lugar, donde la gente es alegre, feliz y reina un gran sentimiento de camaradería. Resulta muy comprensible encariñarse con todos los personajes, ya que cada uno aporta, a su manera, su grano de arena a la historia. Todos están llenos de vitalidad, desfachatez y derrochan una humanidad ilimitada.
La nostalgia y la añoranza por la Irlanda natal, sus paisajes y sus gentes, a la vez que un tono humorístico y cercano empapa todo el metraje de principio a fin. Esto hace que por momentos nos desternillemos de risa. La historia se cuenta de un modo agradable y va transcurriendo, casi sin darnos cuenta, con toda naturalidad. John Ford, además de unos diálogos brillantes y muchas frases que han pasado a la historia del cine, nos regala en este relato momentos de una belleza y sensibilidad que traspasan la gran pantalla y entran en lo más profundo de nuestros corazones, como cuando Sean, a la salida de la iglesia católica, espera a Mary Kate para presentarse formalmente. Él le ofrece el agua bendita en su mano para que ella se santigüe, ante la mirada atónita de Michaleen, algo que rompe las reglas establecidas en una comunidad estrictamente moral. Sin embargo, Mary Kate acepta casi darse cuenta ante el atrevimiento de Sean. Desde ese momento el destino de ambos quedará unido para siempre.
John Ford detestaba repetir las escenas durante los rodajes de sus películas y siempre buscaba la primera para aprovechar la espontaneidad en sus actores. De esta forma no se limitaban estrictamente a un guion que podía sufrir cambios en cualquier momento si consideraba que no era lo suficientemente bueno. Para conseguirlo se rodeó de actores de confianza con los que había trabajado en proyectos anteriores. Por ejemplo, John Wayne, Maureen O’Hara y Victor McLaglen trabajaron con él en Río Grande y Wayne y McLaglen coincidieron con Ward Bond en Fort Apache. El estupendo elenco de personajes de reparto aporta a la historia una gran profundidad, desde el inolvidable borracho del pueblo Michaleen Flynn (capaz de hacer sombra al mismísimo John Wayne, en su papel de casamentero, con frases imborrables como «Cuando bebo whisky, bebo whisky. Cuando bebo agua, bebo agua» o cuando se quita con calma el cigarro de la boca y exclama: «¡Impetuoso! ¡Homérico!»), al padre Lanegan (el ya citado Ward Bond), pasando por Dan Tobin (Francis Ford), el anciano venerable que consigue «resucitar» en su lecho de muerte para no perderse el desenlace de la historia o el reverendo Cyril’Snuffy Playfair (Arthur Shields), exboxeador al igual que Sean y que se encuentra en grave peligro de ser trasladado de Innisfree ante la alarmante falta de feligreses. El significado de esta obra maestra lo podemos resumir en esta cita de John Ford profundamente inspiradora (también su modo de entender el cine e incluso la manera de ver la vida): «Nunca pensé en lo que hacía en términos de arte, o esto es grande o estremecedor, o cosas por el estilo. Para mí siempre fue un trabajo, que yo disfruté enormemente, y eso es todo».
Mención aparte merecen los personajes femeninos que juegan un papel fundamental en esta historia y son ellas quienes tienen el poder, rompiendo con el arquetipo de mujer dócil y sumisa que supuestamente predominaba en las películas de John Ford. Mary Kate nunca se acobarda ante las bravuconadas de su hermano Will y siempre lleva las riendas de la relación con Sean, mostrando un carácter fuerte y una determinación inquebrantable. La todopoderosa viuda Sarah Tillane mantiene a raya durante todo el filme a Will Danaher, el otro terrateniente del pueblo. Incluso la anciana criada de Tillane pone en su sitio a Will por no limpiarse los zapatos antes de ser recibido por la viuda, como una madre que reprende a un hijo desobediente. A pesar de ello, John Ford no se libró de las críticas de ciertos sectores pseudointelectuales y progresistas sugiriendo que la cinta constituía una apología del machismo, la misoginia e incluso de los malos tratos a la mujer. Están tan cegados por sus ideologías políticas que solo se quedan con una visión superficial de la historia; nada más lejos de la intención de Ford. Discrepo con todos los críticos y cinéfilos que opinan que El hombre tranquilo es la película más machista y misógina que han visto, porque los malos tratos están, supuestamente, presentados como algo casi natural. Dan muestras de desconocer por completo la grandeza del cine y de pagar sus complejos, amarguras y frustraciones con este largometraje.
El rodaje de los exteriores de El hombre tranquilo se llevó a cabo durante el verano de 1951 en diversos lugares del condado de Galway, concretamente en el histórico pueblo de Cong, Situado en la costa oeste de Irlanda, la cuna de la mayoría de los antepasados del propio John Ford. Después, se terminó el rodaje en Hollywood filmando los interiores. La fotografía de Winton C. Hoch y Archie Stout desborda vida y colorido en una explosión admirable de azules, blancos, verdes y rojos; desde los paisajes intensos que podemos disfrutar en unos planos panorámicos generales magníficos (la secuencia de la carrera de caballos), hasta el vestuario o esa bonita e inolvidable melena pelirroja de Mary Kate en los primeros planos.
El hombre tranquilo es algo más que una película. John Ford, además de abordar con una maestría absoluta temas tan importantes como la familia, el amor o el choque entre tradición y modernidad, consigue transmitirlos al espectador de forma que los experimente de una manera cercana, lejos de los relatos épicos y gloriosos a los que nos acostumbrados en sus wésterns más memorables. El hombre tranquilo es una declaración de amor a un hogar que nos llena de nostalgia y alegría, un lugar en el que sabemos que siempre vamos a estar seguros. Un sitio donde la maldad es inexistente y sentimientos como la amistad prevalecen sobre cuestiones religiosas o políticas. Incluso el alcoholismo no tiene connotaciones negativas. En Blanca Mañana siempre es primavera, la brisa acaricia suavemente los pastos verdes, el cielo es azul y el amor es sincero y pasional, hasta el punto de dejarlo todo para que este sentimiento llegue a buen puerto. Porque nunca hubo un beso tan apasionado bajo una fuerte tormenta ni un amor tan accidentado ni romántico ni película tan perfecta como El hombre tranquilo.
Érase una vez un pueblo llamado Innisfree
El mundo del cine ha recreado multitud de pueblos encantadores con sus personajes, sus costumbres y sus vidas… pero ninguno como Innisfree. El hombre tranquilo es una comedia costumbrista y romántica que transpira lo mejor del talento de John Ford en cada plano. A pesar de su aparente sencillez, se tardó más de una década en poder financiarse. Afortunadamente, tras su estreno, se convirtió en un clásico inmediato. Un film homérico, impetuoso, de una magia irrepetible.
El hombre tranquilo cuenta la historia de Sean Thornton (John Wayne), un exboxeador que ha abandonado el ring tras provocar la muerte accidental de su oponente, que regresa de Estados Unidos a su Irlanda natal para comprar la casa donde vivía de niño para intentar olvidar con una vida tranquila el remordimiento que le atormenta. Sean se enamora de Mary Kate (Maureen O’Hara), la hermosa hermana del pendenciero Will Danaher (Victor McLaglen), un rico terrateniente que ha intentado durante años comprar el lugar de nacimiento de Sean, sin éxito, a la viuda Sarah Tillane (Mildred Natwick). Sean le pide la mano a Mary Kate, después de haberla cortejado según las costumbres locales, asistido por la mediación de Michaeleen Oge Flynn (Barry Fitzgerald), pero el hermano de la joven, hostil a la boda, accede a la celebración de la ceremonia solo gracias a un astuto plan tramado por el padre Peter Lonergan (Ward Bond) y el avispado Michaeleen. Solo después de una pelea feroz entre Sean y Will, en la que el exboxeador se ve obligado contra su voluntad a llegar a las manos, Sean finalmente conquistará no solo a su esposa sino también la amistad de su hermano y el respeto de todos los habitantes de Innisfree.
Un actor tan grande como la vida misma
Aunque reconozco que otros títulos protagonizados por John Wayne como La diligencia, Río Rojo, Centauros del desierto, Río Bravo o El hombre que mató a Liberty Valance están a su misma altura, El hombre tranquilo es mi película favorita de todas las que interpretó el Duque. La razón principal es que me contagia unas ganas de vivir inmensas y me produce una felicidad y bienestar impagables.
El hombre tranquilo supone también la demostración más evidente de que John Wayne es un actor inmenso, formidable, apoteósico, un verdadero centauro de la interpretación, de una presencia física grandiosa de 1,93 de altura que nunca vas a volver en la gran pantalla. En la actualidad es casi imposible encontrar actores con su presencia. Con qué admirable naturalidad y sencillez muestra lo mismo a un hombre angustiado que enfadado, calmado, divertido o repartiendo puñetazos diestro y siniestro. John Wayne era inmejorable e inevitable.
John Wayne interpreta un papel inusualmente tierno y romántico cuando llevaba sin interpretar a un héroe romántico desde mitad de los años 40. Sean Thornton es uno de los mejores personajes creados para la gran pantalla, una incierta pero impecable mezcla de brusquedad y ternura.
La actuación de John Wayne resulta sobresaliente, aunque lo que más destaca de su interpretación es que interpreta a un tipo corriente con sentimientos e inquietudes reales, sin uniformes del ejército, sin indios contra los que luchar, sin caballería que venga al rescate, solo una interpretación espléndida. El hombre tranquilo es una de mis tres películas favoritas de todas las que rodó Wayne con John Ford. Centauros del desierto y El hombre que mató a Liberty Valance son las otras dos. El Duque debería haber ganado un Óscar por su papel de Sean Thorton y ni siquiera consiguió estar entre los cinco nominados a este galardón. Se tuvo que conformar con el premio Henrietta al actor de cine favorito del mundo.
Cuando se estrenó El hombre tranquilo John Wayne era presidente de Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals (Alianza cinematográfica para la preservación de los ideales estadounidenses) (se había unido en 1947). Incluso le dio a su amigo, el senador Joseph McCarthy, todo su apoyo en la nueva investigación del Congreso sobre el comunismo en el mundo del entrenamiento. Sin embargo, al contrario de lo que mucha gente piensa, se negó a colaborar en la caza de brujas y nunca delató a ningún compañero de profesión. Y no lo hizo por una sencilla razón, a pesar de estar en el punto de mira de los comunistas que le tenían una ojeriza terrible: aborrecía con todas sus fuerzas a los delatores. El Duque, por muy anticomunista y patriota que fuera, era incapaz de arruinar la carrera profesional de ninguna persona. Todo esto le pasó factura y nunca estuvo nominado al Óscar al mejor actor en los años 50, su mejor década profesional, cuando todos los años recibía docenas de guiones.
Wayne se llevaba bien con casi todos sus compañeros de profesión, incluso con demócratas acérrimos como Henry Fonda, Paul Newman, Jack Lemmon o Kirk Douglas. Sin embargo, sus políticas anticomunistas, pensamiento conservador y predilección por el Partido Republicano le pasaron factura durante finales de los años cuarenta y mediados de los años 60. En aquellas décadas estaba castigado pensar distinto en un Hollywood mayoritariamente demócrata y liberal.
Premios Óscar 1952: una edición marcada por la polémica
Cuando se estrenó El hombre tranquilo en Estados Unidos el 14 de agosto de 1952 fue un gran éxito de taquilla (estuvo en la lista de las diez películas más taquilleras del año) y consolidó la reputación de John Wayne como la gran estrella de cine del momento. El largometraje fue muy bien recibido por casi todos los críticos. Algo extraño en un filme interpretado por el Duque, ya que el deporte favorito de la mayoría de los críticos era destrozar sus largometrajes. En la actualidad, El hombre tranquilo se ha mantenido como una de las comedias románticas más populares en la historia de Hollywood (y una de las favoritas para ver el Día de San Patricio). La película aspiró al León de Oro en el Festival de Venecia (se tuvo que conformar con el Premio OCIC, el Premio Internacional y el Premio Pasinetty) y fue nominada a siete Premios Óscar, incluyendo mejor película, ganando solo dos: mejor dirección y mejor fotografía en color (la resplandeciente fotografía en technicolor de Winton C. Hoch y Archie Stout, que evoca libros de estampas antiguas, de recuerdos, algo que le confiere un aire fabulador irreproducible, es impresionante). Incomprensiblemente muchos de los actores que participaron en esta producción se quedaron sin nominación, lo mismo que la inolvidable música de Victor Young. También consiguió el premio del Gremio de Escritores de EE. UU a la mejor comedia, el premio del Sindicato de Directores de EE. UU. al logro destacado como director en películas, dos nominaciones a los Globos de Oro, (mejor director y mejor banda sonora) y el premio Junta Nacional de Revisión (NBR) a la mejor película, entre otros galardones.
En la 25.ª edición de los Premios Óscar, celebrada el 19 de marzo de 1953 en el RKO Pantages Theatre de Hollywood y el NBC International Theatre de Nueva York resultó ser, contra todo pronóstico, una de las más polémicas, El mayor espectáculo del mundo (1952), el exitoso filme de Cecil B. DeMille sobre el mundo del circo, se llevó el Óscar a la mejor película por delante de las dos grandes favoritas de la noche: El hombre tranquilo y Solo ante el peligro (1952), de Fred Zinnemann. Una decisión incomprensible que pilló por sorpresa a todos los allí presentes. Empezaron a preguntarse quién había votado a esa película sin encontrar la respuesta adecuada.
El hombre tranquilo es muchísimo mejor película que el entretenido melodrama circense dirigido por el maestro Cecil De Mille. Esta edición representa el paradigma (más habitual de lo que me gustaría) de que las perdedoras son más recordadas en la posteridad que las películas que se llevaron la gloria. También fue el año de Cantando bajo la lluvia, Candilejas (aunque ésta compitió en los Premios Óscar dos décadas más tarde), Cara de ángel, Río de sangre, Encubridora (dos wésterns muy superiores a Solo ante el peligro) o Cautivos del mal, que ni siquiera optaron al máximo galardón. Eso sí, DeMille no le pudo arrebatar su cuarto Óscar a John Ford. La cuarta victoria de Ford como mejor director estableció un récord de victorias en esa categoría que no ha podido ser igualado hasta la fecha.
Cautivos del mal ganó cinco galardones de seis nominaciones, el mayor número de premios obtenido nunca por una película no nominada en la categoría de mejor película. Fue también la segunda ocasión en la que una película no nominada en la categoría principal consiguió el mayor número de premios, excluyendo los años en los que hubo empate en el mayor número de premios. La otra película es El ladrón de Bagdad (1940), un hecho que ocurrió en la 13.ª ceremonia. A fecha actual, no ha vuelto a ocurrir.
John Wayne, que no formaba parte de la relación de nominados, recogió en nombre de Gary Cooper el premio al mejor actor por Solo ante el peligro (se lo entregó Janet Gaynor). En su discurso, John Wayne dijo que Cooper y él eran viejos amigos y que le había pedido que si lograba el premio lo recogiese en su nombre. Tras tener unas bonitas palabras hacia el ganador, el momento más divertido se produjo cuando Wayne dijo que a él lo que realmente le hubiera gustado hubiese sido sustituir a Gary Cooper en el papel del protagonista de Solo ante el peligro y no en la recogida del premio. Incluso bromeó diciendo que iba a hablar con sus representantes para saber por qué a pesar del muchísimo dinero que les pagaba no le habían conseguido a él ese papel. También recibió el premio a la mejor dirección de manos de una bellísima Olivia de Havilland, porque John Ford, como era habitual en él, no acudió a la gala.
John Wayne, ídolo de intelectuales
De niño todas las chicas querían ser princesas de cuentos de hadas y los chavales deseábamos desenfundar tan rápido como John Wayne. John Wayne era nuestro héroe por excelencia, el arquetipo de la valentía y de los grandes valores humanos, paradigma de la lealtad, la honradez y la fortaleza. Y además manejaba el revólver con una maestría inigualable. Ningún otro actor se podía comparar a él en ese aspecto. Ni James Stewart ni Henry Fonda ni Gregory Peck ni siquiera Gary Cooper. Breck Coleman, Ringo Kid, Rusty Ryan, Tom Dunson, Nathan Brittles, John M. Stryker, Kirby Yorke, Sean Thornton, Tom Doniphon, Hondo Lane, Ethan Edwards, Frank Spig Wead, John T. Chance, John Marlowe, Davy Crockett, Sam McCord, Jake Cutter, Sean Mercer, Tom Doniphon, Matt Masters, Rockwell Torrey, John Elder, Cole Thornton, Rooster Cogburn, Will Andersen, John Bernard Books…Nombres de personajes inmortales que forjaron su leyenda. Como actor es parte esencial de la historia del cine, incluso para los críticos más miopes. Con más virtudes actorales de lo que se suele suponer, nos legó un buen puñado de clásicos. Durante más de tres décadas la figura de John Wayne brilló sobre la de todas las grandes estrellas de Hollywood. Ningún otro actor recibía tantas docenas de guiones al año como él, principalmente en los años 50.
Los actores son los mejores instrumentos para transmitir emociones y sentimientos similares a los que podemos experimentar durante nuestras vidas. Y lo hacen a través de situaciones imaginarias y de los estados internos de los personajes que interpretan. Pocos intérpretes han expresado sus acciones con tanta naturalidad y realismo como John Wayne, la estrella de cine por excelencia. Seguir siendo uno de los actores más queridos por el público después de llevar más de 43 años muerto no es impedimento para que algunos críticos continúen poniendo en tela de juicio sus cualidades interpretativas. Los académicos de la interpretación, los panegiristas vetustos de la expresión corporal y los devotos del método de Stanislavski (y no tengo nada en contra de este sistema excelente de formación de actores) aseguran que Wayne no sabía actuar, que solo era capaz de interpretarse a sí mismo, que su capacidad para encarnar a otros personajes diferentes era nula, que siempre hacía de John Wayne, que solo destacaba en algunos filmes de John Ford y Howard Hawks, sobre todo wésterns, que le dieron el Óscar por razones sentimentales… Excusas para menospreciar su inmenso talento interpretativo e intentar aminorar su impacto en la historia del cine.
Desde John Wayne hasta muchos de sus propios personajes, el cine ha llenado nuestros sueños con individuos que basan su heroísmo en dos principios tan sencillos como infrecuentes: la certeza de los límites que separan el bien del mal y la voluntad invulnerable de permanecer en el ámbito del primero y que atraviesa el corazón de cada ser humano. En realidad, a eso se reduce todo tipo de heroísmo: al talento y la valentía.
«Cuando la gente dice que una película de John Wayne ha tenido mala crítica, no me importa. A la gente le gustan mis películas y eso es todo lo que cuenta», solía decir el Duque cuando leía una crítica mala. Decía que no le importaban las críticas negativas, para él era mucho más importante el cariño del público. Eso no quita que cogiera un enfado de mil demonios cada vez que los críticos de turno menospreciaran algunas de sus mejores interpretaciones.
John Wayne era experto en las tribus indias y en arte de los nativos americanos. Sabía todo lo relacionado con la guerra de Secesión. Era muy entendido en arte oriental (la mayoría de sus películas arrasaban en Japón). Sabía muchísimo de muchísimas cosas. También era un fuera de serie jugando al ajedrez, muy bueno jugando al bridge, un fumador empedernido (de seis cajetillas diarias), un bebedor imbatible (también por eso lo admiraba John Ford) y un gran aficionado a la literatura. Se sabía todas las obras de William Shakespeare de memoria y solía recitarlas con frecuencia, había leído las obras completas de Winston Churchill, poseía copias de El Hobbit y El Señor de los Anillos, de John Ronald Reuel Tolkien, y amaba a Charles Dickens. Aunque sus libros favoritos eran La compañía blanca y Sir Nigel, de Arthur Conan Doyle (estuvo a punto varias veces de interpretar las adaptaciones cinematográficas de estas dos novelas). A Wayne le gustaba debatir con sus grandes amigos Paul Newman y Kirk Douglas sobre política, quienes les enviaban textos de escritores progresistas. Además, se enfrentó a Jane Fonda (a la que conocía y quería desde niña) por su discurso antiguerra de Vietnam. Porque John Wayne, a pesar de su metro noventa y tres, era «duro como el acero por fuera y blando como la mantequilla por dentro», en palabras de su íntima amiga Elizabeth Taylor.
«La vida es dura, pero es más dura cuando eres estúpido», llegó a decir John Wayne en una ocasión. A Wayne le molestaban los fanfarrones. Él y sus personajes eran de una escuela más sobria. «Habla bajo, habla despacio y no hables mucho», una conducta muy acorde con su ideas. Sus declaraciones siempre han estado en el punto de mira de los progresistas, al que suelen etiquetar, sin ningún fundamento, como machista, por ser símbolo de lo masculino: «Yo quiero interpretar a un hombre real en todas mis películas, y defino la masculinidad de forma muy simple: el hombre debe ser duro, justo, y valeroso, nunca pequeño, nunca buscando una pelea, pero nunca dando la espalda a una». Esta frase se podría encontrar en cualquier moralista griego, en cualquiera que tenga dos dedos de frente y sepa distinguir la cobardía del valor porque, como subrayó Wayne: «Todas las batallas se luchan por hombres asustados que hubieran preferido estar en otro lugar. Ser valiente es tener miedo a morir y, sin embargo, subir al caballo».
Aunque la mayoría de la gente siempre lo ha querido, John Wayne casi nunca ha tenido buena prensa entre los intelectuales. Sin embargo, hay muchas excepciones que confirman la regla. Jorge Luis Borges, una de las más grandes figuras de las letras hispanoamericanas del siglo XX, era un gran admirador de John Ford, y El delator y La diligencia eran sus películas favoritas de este director. Encima le encantaba el personaje de Ringo Kid. Según Borges los western eran los últimos reductos contemporáneos de la épica: «Gracias a las películas del Oeste la épica sobrevivió durante el siglo XX».
Alfonso Reyes iba siempre que podía al cine con el joven Carlos Fuentes a ver una película de vaqueros de John Wayne. Carlos Fuentes demostró que es uno de los pocos escritores capaces de leer bien su propia obra. Describió a Alfonso Reyes como su maestro literario, el hombre que le llevaba a ver las películas de John Wayne y el que le enseñó, ante las protestas del entonces adolescente Carlos Fuentes, que el western era la épica moderna. «Es como ir a ver La Ilíada». A Julio Cortázar le fascinaba John Ford, pero prefería Las uvas de la ira a los wésterns que rodó con John Wayne.
John Wayne es uno de los actores favoritos de Eduardo Torres-Dulce, ex fiscal general del Estado, profesor de Derecho Penal y crítico cinematográfico español, y ha escrito libros tan importantes como Jinetes en el cielo (Notorious Ediciones, 2011) y El asesinato de Liberty Valance (Hatari Books, 2021): «Cuando crecí el universo wéstern estaba en nuestras vidas. En esa época leías tebeos y novelas del oeste, veías películas del Oeste, jugabas a indios y a vaqueros. Y claro, todo ese universo en el que está lo lúdico y está tu diversión, pues está tu cabeza y tu imaginación. Querías ser como John Wayne o asaltar una diligencia, querías vivir en el Oeste, que debía ser incomodísimo en aquel tiempo».
Para la escritora y periodista estadounidense Joan Didion el actor John Wayne fue como su paradigma de príncipe azul: «Tres o cuatro tardes por semana íbamos a sentarnos en las sillas plegables del oscuro barracón de chapa de acero que hacía de cine, y fue allí, durante aquel verano de 1943, mientras fuera soplaba un viento tórrido, donde vi por primera vez a John Wayne. Lo vi caminar y oí su voz. Le oí decirle a una chica, en una película titulada En el viejo Oklahoma, que le iba a hacer una casa «en el recodo del río donde crecen los álamos». La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos. Pero en las profundidades de mi corazón donde cae eternamente la lluvia artificial, esa sigue siendo la frase que yo espero oír».
José Luis Garci, el primer cineasta español en conseguir el Premio Óscar a la mejor película en lengua no inglesa por Volver a empezar (1982), ha alabado en multitud de ocasiones a John Wayne y hecho pública su gran admiración por este actor:
«Creo que John Wayne es uno de los mejores actores que ha dado el cine, una de las más grandes estrellas que ha dado el cine y una de las mayores personalidades que ha dado el cine. Lo tiene todo. Tiene algo especial que todavía sigue atrapando a los espectadores actuales. Para muchos estadounidenses es un personaje tan importante como Abraham Lincoln. Su importancia en la historia del cine es incuestionable. John Wayne transmitía verdad, honestidad, integridad. Era una persona a la que le podías comprar el famoso coche usado porque no te iba a engañar. Era un tipo de una pieza, leal, honesto. Eso solo lo transmiten una serie de actores tan estupendos como Cary Grant o Humphrey Bogart. La cara de estos actores es el cine. La cara de John Wayne es el cine. La cara de Humphrey Bogart es el cine. Todos estos actores estaban dotados para cualquier tipo de trabajo. John Wayne era un tipo de más de un metro noventa y tantos que cogía un rifle como yo cogía una pistola que me hacía con las pinzas de la ropa en el momento aquel que tiene en Valor de ley en que coge el revólver con una mano, el rifle con la otra, las riendas con la boca y arremete contra los hombres que iba buscando. Esa imagen es para la eternidad, para la aventura, para la épica».
«A mí John Wayne —prosigue José Luis Garci— siempre me ha gustado mucho como actor. Puede que me haya fijado más en otro tipo de intérpretes como Jean Gavin o Spencer Tracy y me haya olvidado un poco de esta clase de actores que también eran extraordinarios. ¡Es que John Wayne es muy bueno! ¡Es que Victor Mature es muy bueno! ¡Es que Humphrey Bogart es muy bueno! Nunca se extralimitaron interpretando sus papeles.
John Wayne tiene una cosa muy curiosa y es que de alguna manera deja que seas tú el que ponga la intención de la emoción en su rostro. Hay momentos en El hombre que mató a Liberty Valance en los que se aprecia un gesto de dolor, que pocas veces se suele ver en el cine, cuando alguien ha perdido a la mujer que ama. Hay un momento increíble en El hombre que mató a Liberty Valance, el de la patada, cuando dice: «Ese era mi filete, Valance». Este instante es impresionante, un momento de alto voltaje en la historia del cine».
El maestro madrileño se ha deshecho en elogios hacia películas protagonizadas por John Wayne como El hombre tranquilo: «Los Óscar a los mejores besos se los daría, sin duda, a Alfred Hitchcock (son excepcionales los de Encadenados, La ventana indiscreta o Con la muerte en los talones), pero me alegra el día el que se dan John Wayne y Mauren O’Hara en El hombre tranquilo, y me fascina el que recibe Scarlett Johansson de Bill Murray, poco antes de terminar Lost in translation (es el beso más misterioso y secreto que nos ha ofrecido el cine en su Edad Contemporánea); también me reconforta ver a Audrey y Peppard besarse en Manhattan, calados hasta los huesos, en Desayuno con diamantes. Y qué decir del de Scottie y Judy-Madeleine en Vértigo, cuando el fantasma de Carlotta Valdes sale del baño».
El escritor y analista cinematográfico Fernando Alonso Barahona ha sido la persona responsable de publicar los dos primeros libros dedicados a John Wayne en español: John Wayne (Royal Books, 1995) y John Wayne: el héroe americano (Ediciones Internacionales Universitarias, 2000). Esta última es la obra más completa que se ha escrito hasta el momento sobre el Duque. Un estudio detallado dedicado a la vida y obra del actor más importante de la historia del cine.
Para Fernando Alonso Barahona, quien siente especial predilección por El Álamo, «John Wayne refleja mejor que nadie el espíritu originario de los Estados Unidos de América, su mirada ruda pero noble, la magia de su personaje, los valores que encarnó a lo largo de más de cien películas permanecerán vigentes porque eran universales. Un estudio de la antropología a través del cine puede analizar perfectamente las películas de John Wayne y entreverá un modelo masculino perfectamente delimitado, un pensamiento conservador abierto a la aventura y al riesgo (el espíritu de la frontera), y desde luego maduro. Algunos indocumentados le llamaron reaccionario…pero como diría John Chisum mirando el horizonte lejano de las tierras y la luz del sol en el amanecer: «Las cosas suelen cambiar para mejor». John Wayne y sus películas no son en absoluto reaccionarias sino libres, y –sobre todo– profundamente americanas.
Sus películas forman parte de la magia del cine con títulos inolvidables en la historia del séptimo arte : La diligencia, Piratas del mar Caribe, La legión invencible, Río Rojo, El hombre tranquilo, Hondo, Centauros del desierto, Escrito bajo el sol, Río Bravo, El Álamo, El hombre que mató a Liberty Valance, El gran McLintock, La taberna del irlandés, Los cuatro hijos de Katie Elder, El Dorado, Chisum, Los cowboys o El último pistolero».
Julián Marías, además de ser un filósofo extraordinario y gran discípulo de Ortega y Gasset, escribió sobre cine con cierta asiduidad y John Wayne era su actor favorito. Para Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte y Luis Alberto de Cuenca John Wayne fue el mejor actor de la historia del cine. Javier Marías, quien tenía una fotografía de Wayne en la mesa de su despacho, era la persona con la que Arturo Pérez-Reverte más hablaba de cine y, por encima de gustos y discrepancias, coincidían en lo básico: «En películas del Oeste, John Ford es Dios, y John Wayne su encarnación en la tierra, o en la pantalla. Y Howard Hawks y Anthony Mann son el Espíritu Santo».
Luis Alberto de Cuenca, poeta y ex secretario de Estado de Cultura, escribió el prólogo del libro Duke, la leyenda de un gigante (T & B Editores), de Juan Tejero, y, aunque ha escrito un poema que se titula The Horse Soldiers (1959), prefiere las películas que John Wayne rodó con Howard Hawks, principalmente ¡Hatari! (1962): «Los protagonistas de los filmes de acción de Howard Hawks son profesionales que aceptan encargos erizados de peligros y operan en solitario o en compañía de aficionados, lisiados o veteranos. A su modo y en su ambiente, los personajes interpretados por John Wayne en los wésterns o el de James Cagney en Águilas heroicas son héroes contemporáneos».
El escritor José Luis Gracia Mosteo ha dicho sobre Luis Alberto de Cuenca: «Luis Alberto de Cuenca es un conservador civilizado […] el Cary Grant de la poesía que hubiera querido ser John Wayne si hubiera nacido en el campo; un hombre de bien que sabe cantar con brillantez: Vir bonus, dicendi peritus; un sir Lancelot du Lac con bolígrafo en lugar de con espada; la reencarnación de Meleagro, pero con corbata…».
Cuando está fuera de Aragón y le preguntan dónde le gustaría ser enterrado, José Luis Gracia Mosteo siempre responde: «En una película de John Ford». En una película, claro, del Oeste. Me gusta la vida lejos de la civilización: la gente sencilla, los espacios abiertos. Me sentiría feliz de ser uno de esos sargentos gordos y borrachines que tienen un papel secundario, viven en los instintos, desconocen la educación y a duras penas soportan la disciplina si no es por la complicidad de un capitán que sabe que son torpes pero eficaces». El hombre que mató a Liberty Valance ha sido la película que ha marcado su vida «porque en ella está la grandeza de John Ford» y siente profunda admiración por el duro pero desinteresado Tom Doniphon que John Wayne interpreta en esta obra maestra.
Mario Vargas Llosa ha confesado en muchas entrevistas su entusiasmo hacia John Wayne y que su director de cine favorito es John Ford, aunque considera su obra de menor trascendencia frente a la de otros autores fundamentales del séptimo arte. «Aunque si tuviera que escoger un solo autor del séptimo arte ese sería John Ford», admite el escritor hispano-peruano. Al Premio Nobel de Literatura le gusta trazar paralelismos entre Homero y John Ford, con su épica del Lejano Oeste y sus historias llenas de personajes complejos y humanísimos: «Hay una escena de El hombre tranquilo que siempre esperas impaciente, porque es la que te enamoró de Maureen O´Hara. Ella se asoma a la ventana esperando al viejo boxeador y su rostro bellísimo aparece enmarcado entre gruesos goterones que se deslizan por el cristal de la ventana de su casita en Innisfree.. Aunque tú no eres la bella actriz pelirroja, ni esperas a John Wayne, has repetido la secuencia muchas veces en cuatro días: mirar el horizonte por ver si se abría una grieta en el celaje y escampaba. Inútilmente.
Tampoco te pesa. Ha sido el mismo amor (por los recuerdos de Maureen) y la misma lluvia –título, por cierto, de una buena película- que rompieron en la primavera de tu vida».
John Wayne también es muy admirado por Gerardo Sánchez, director de Días de cine: «Para mí John Wayne es un gigante de la historia del cine y eso no es cualquier cosa. Porque cuando pienso en él, pienso en Ringo Kid, Thomas Dunson, Sean Thorton, Ethan Edwards, Spig Wead, el gran Jack… En tantos y tantos personajes emblemáticos que se han convertido en mitos. Le agradezco haberme hecho pasar tantos ratos buenos pegado a la pantalla viéndole en estos registros».
Buenas interpretaciones bastantes infravaloradas
La mayoría de los estudios que se han realizado hasta el momento sobre la obra de John Wayne tienden a considerar injustamente las películas Hondo (1953), Escrito en el cielo (The High and the Mighty, 1954), Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957) y Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) como cuatro obras menores que no alcanzan el esplendor artístico de los grandes títulos que componen su larga y gloriosa filmografía. Un análisis más profundo debe servir para situar a estos cuatro títulos dentro de ese grupo de películas de Wayne donde se puede apreciar la madurez de un estilo interpretativo que se plasma en los extraordinarios detalles que acompañan la descripción de unos personajes que sobresalen por encima de los tópicos del cine clásico de Hollywood, para convertirse en referentes tradicionales de una época y un cine cada vez más difícil de encontrar. Cuatro obras maestras desconocidas por la mayoría del gran público, a pesar de que siempre aparecen en las listas de películas favoritas de cineastas tan importantes como José Luis Garci o escritores de reconocido prestigio como Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Luis Alberto de Cuenca, Eduardo Torres-Dulce o Fernando Alonso Barahona.
Wayne / Fellows Productions, la libertad creativa
John Wayne y el productor Robert Fellows fundaron Batjac en 1952 como Wayne / Fellows Productions. Ya habían trabajado juntos para RKO en Tall in the Saddle y Back to Bataan, y habían congeniado a las mil maravillas. Cuando Fellows dejó la empresa varios años más tarde (se vio envuelto en un complicado divorcio de su esposa, lo que obligó a vender su mitad de la compañía), Wayne cambió el nombre de la corporación después de una empresa comercial ficticia mencionada en la película La venganza del bergantín (Wake of the Red Witch, 1948), una buena película de aventuras dirigida por Edward Ludwig, donde el Duque interpreta al capitán Ralls, quien surca los mares tropicales, acompañado por la bellísima Gail Russell, en busca de un tesoro de perlas escondido en el territorio de un enorme pulpo. El nombre de la empresa en este filme se deletreaba Batjak, pero la secretaria de Wayne lo escribió mal como Batjac en los papeles de la corporación, y Wayne lo dejó como estaba. Tener su propia compañía le daba a Wayne el control artístico sobre casi todas las películas que hacía.una forma de producir y dirigir su propia versión cinematográfica de la batalla del Álamo sin escatimar en gastos.
La más conocida de todas las películas de Batjac es la inolvidable versión que John Wayne hizo de El Álamo (The Alamo, 1960), un proyecto que había planeado durante varios años. Era un relato de la batalla del Álamo durante la Revolución de Texas de 1836. Su gran sueño cinematográfico le costó a Wayne gran parte de su fortuna personal. En la tercera parte de este serial hablaré con más profundidad sobre esta obra maestra. Entre las otras producciones de Batjac se encuentran La soga de la horca (Cahill US Marshal, 1974), El gran Jake (Big Jake, 1971), El gran McLintock (McLintock!, 1963), The Green Berets (Los boinas verdes, 1968), Siete hombres a partir de ahora (Seven Men From Now, 1956) McQ (1974) y Hondo.
Hondo, un wéstern a tener en cuenta
Wayne / Fellows Productions compró los derechos del cuento de Louis L’Amour, The Gift of Cochise, en 1952. El amigo y colaborador frecuente de Wayne, James Edward Grant, escribió la adaptación, que amplió la historia original con nuevos personajes y una subtrama de caballería. L’Amour escribió la novelización de la película, que se convirtió en un éxito de ventas después del estreno de la película. Hondo cuenta la historia de Hondo Lane, un expistolero, un tipo solitario y medio indio que hace trabajos de correo para la caballería, que llega sin cabalgadura a un rancho en medio de ninguna parte, tras un encontronazo con los apaches. Allí le ofrece hospitalidad Angie Lowe (Geraldine Page), una mujer que, junto a su hijo Johnny (Lee Aaker), espera el regreso de su marido, Ed Lowe (Leo Gordon). Hondo le aconseja dejar un lugar que no es seguro, pero ella se niega, pues siempre ha sabido convivir con los indios. Aunque ella está casada, no pueden evitar sentirse atraídos.
Hondo es la cuarta película producida por Wayne/ Fellows Productions tras El gran Jim McLain (Big Jim McLain, 1952), de Edward Ludwig; Saqueo al sol (Plunder of the Sun, 1953), de John Farrow; e Infierno blanco (Island in the Sky, 1953), de William A. Wellman. Hondo ofrece la curiosidad de ser un wéstern rodado en 3D, sistema de moda en los años 50, y que los aficionados al cine suelen asociar más a géneros cinematográficos como el terror y el thriller. Rodarla en 3D agregó más emoción a las escenas de lucha y profundidad a las persecuciones, pero también disparó el presupuesto. También se estrenó simultáneamente en 2D.
John Farrow, padre de la actriz Mia Farrow, el encargado de dirigir el filme, contó con un guion de James Edward Grant, uno de los hombres de confianza de John Wayne. El relato de Louis L’Amour es bastante diferente al argumento de la película. La mayor parte de la historia original involucra a Ches Lane, quien busca a una joven esposa llamada Angie en las llanuras de Texas para decirle que su esposo fue asesinado mientras intentaba proteger a un extraño en una pelea de salón. Ches es capturado por apaches y lucha para ganarse su respeto. Los apaches se lo entregan a Angie, sugiriendo que él es fuerte y valiente y que será bueno para ella. Grant mejoró la historia de maneras innumerables. Convirtió al esposo de Angie en un cobarde miserable que es asesinado por Hondo. De esta manera el espectador se preguntará durante buena parte del filme cómo reaccionará ella cuando descubra que el extraño del que se está enamorando mató a su esposo. Grant le dio a Hondo y al jefe indio Vittorio una relación de respeto mutuo a regañadientes, y un perro que refleja la autosuficiencia de su dueño y la falta de necesidad de los demás. En muchos aspectos todo lo que hizo el guionista sirvió para agudizar los conflictos y fortalecer a los personajes.
Hacer una película con una tecnología poco probada como el 3D, en un lugar remoto y primitivo (Camargo, México, quinientas millas al sur de El Paso, a cien millas de Chihuahua) fue un infierno para todos los que participaron en el proyecto.
Hondo muestra a los indios más humanizados de lo normal. En ellos, a pesar de algunas costumbres brutales, hay una honestidad y un estilo de vida que despiertan la admiración de los espectadores, lo que se acentúa presentando al personaje de Wayne como medio indio, ya que tuvo una squaw (esposa india), la cual, desgraciadamente, ha fallecido.
Inicialmente Katharine Hepburn iba a interpretar a Angie Lowe. Pero su papel tuvo que ser recortado por motivos presupuestarios. Al ver que no iba a tener todo el protagonismo que imaginaba, su agente le dijo que no lo aceptaba. El papel pasó a Geraldine Page, que era una destacada actriz de teatro y este es su primer filme importante. Lo hizo tan bien que consiguió la primera de sus ocho nominaciones al Óscar. John Wayne no tenía pensado protagonizar la película, pero el elegido, Glenn Ford, había tenido problemas con el director en un rodaje anterior (Saqueo al sol) y no quería volver a repetir la experiencia. Al no estar dirigida por grandes maestros que trabajaron con John Wayne como John Ford y Howard Hawks, se le presta mucha menos atención a este título que a otros cuando se repasa la filmografía de este actor. Sin embargo, Hondo es uno de los títulos con los cuales más se lo identifica. La imagen de Wayne caminando con la montura en la mano, acompañado por su perro, es una de las más usadas y preferidas por el actor. Si hay un autor de esta película sin duda es el Duque.
Según él, Hondo fue la cinta que mejor reflejó los valores que defendía: honestidad, lealtad, valentía, autosuficiencia e independencia. Hondo es una persona íntegra, noble, como deberían de ser los hombres auténticos: siempre con la verdad por delante. Sea cual sea el precio que haya que pagar. Porque Hondo es esclavo de sus palabras.También se trata de una película dentro de la corriente del wéstern que muestra respeto por los apaches. El protagonista estuvo cinco años viviendo con ellos, es en parte indio y durante todo el filme se refiere a ellos con admiración, aunque deba enfrentarse a ellos en la batalla final. El final de la película, aunque es feliz, denota pesadumbre y melancolía.
La película cuida de manera especial la relación entre Hondo y Angie, tratada siempre con una delicadeza exquisita, mostrando sus distintos modos de entender cómo debe ser la sinceridad y el valor de la palabra dada. John Wayne demuestra una vez más por qué era la estrella de Hollywood más importante en los años 50. Destaca, entre los actores de reparto, Ward Bond, un actor muy ligado a John Ford, quien por cierto dirigió junto a Wayne la escena del ataque final de los apaches a los carros del ejército y los colonos, que John Farrow no pudo asumir porque tenía otro compromiso y el rodaje superó el cronograma. Ni Ford ni Wayne fueron acreditados.
La trama de la película se asemeja a la de Raíces profundas (Shane, 1953), de George Stevens, estrenada unos meses antes. Ambos wésterns se basan en la premisa de que todo niño necesita un padre sociológico, una figura de autoridad madura, que le enseñe cómo convertirse en un verdadero hombre. John Wayne ayuda a la señora Lowe a restaurar el rancho y se convierte en un modelo a seguir para su hijo, Johnny, enseñándole, entre otras muchas cosas, a nadar arrojándolo al agua. Hondo comienza como el padre sociológico de Johnny y termina como su padre legal, después de matar a su padre biológico, aunque desconocía su identidad en ese momento. Al final, Hondo se va con su nueva familia para empezar una nueva vida en California.
En 1976, se insertaron imágenes de Hondo en la secuencia de apertura de la última película de John Wayne, El último pistolero (The Shootist, de Donald Siegel, para ilustrar la historia de fondo de su personaje.
Los dos nombres de los protagonistas de Hondo, (Lane y la señora Lowe) reaparecen en Ladrones de trenes (The Train Robbers, 1973), de Burt Kennedy. El nombre de John Wayne es Lane y el de Ann-Margret es señora Lowe.
Hondo tuvo bastante éxito de taquilla y se convirtió en la segunda película rodada en 3D, solo por detrás de Los crímenes del museo de cera (House of Wax, 1953), de Andre De Toth. Incluso se rodó una serie para televisión en 1967 titulada Hondo de 17 capítulos de duración una película de televisión Hondo and the Apaches (1967). La película tuvo la mala suerte de coincidir con otro wéstern memorable en la 26.ª edición de los premios Óscar, Raíces profundas, y solo logró dos nominaciones: mejor actriz de reparto (Geraldine Page) y mejor argumento (Louis L’Amour). Sin embargo, dos días después de la nominación, el célebre escritor L’Amour informó a la Academia de que su historia había sido publicada por primera vez en la revista Collier’s el 5 de julio de 1952, bajo el título The Gif tof Cochise, por lo que no era elegible y la nominación fue retirada. John Wayne encarna a uno de los mejores personajes de su carrera y una vez más se quedó fuera del quinteto de nominados al Óscar al mejor actor.
Donna Reed por De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953), de Fred Zinnemann, película que arrasó en los óscares de 1954 con ocho galardones. Page llegó a ser nominada al Óscar en siete ocasiones más. Finalmente, ganó el Óscar a la mejor actriz en 1986, por Regreso a Bountiful (The Trip to Bountiful, 1985), de Peter Masterson.
Escrito en el cielo, la apoteosis del cinemascope y las bandas sonoras
Cuando un avión de pasajeros que parte de Honolulu experimenta problemas con sus motores, habiendo sobrepasado el punto sin retorno, sus pilotos, entre los que se encuentra Dan Roman, un veterano piloto con un trágico pasado, se tendrán que hacer cargo de la situación e intentar por todos los medios poder llegar a San Francisco. Esta es la trama principal de Escrito en el cielo, una de las primeras películas de desastres aéreos. Lo loable de esta cinta es que se centra en las personas y cómo llevan la situación de estar atrapados en un avión en peligro. Esto supone que el avión se estrellará tarde o temprano en el mar. John Wayne interpreta a uno de los pilotos del avión que hará todo lo que esté en su mano para que haya la mínima posibilidad de llegar a tierra y aterrizar.
John Wayne quería a Spencer Tracy, por el que sentía una gran admiración, para el papel de Dan Roman, pero Metro-Goldwyn-Mayer quería 500 000 dólares por ceder a Tracy. Wayne/ Fellows Productions no podía llegar a esa cantidad tan elevada de dinero. Tracy no quería trabajar con William A. Wellman, porque tuvieron una pelea a puñetazos 20 años antes cuando Wellman le hizo una broma a Loretta Young, antigua amante de Tracy y amiga personal y madrina de boda de Wayne. Otras fuentes aseguran que llegaron a almorzar juntos y cerraron el trato con un apretón de manos. MGM tampoco quiso prestar a Lionel Barrymore, otro de los actores favoritos de Wayne. El Duque intentó sin éxito contratar a Humphrey Bogart (le pidió una cifra altísima para no intervenir en el proyecto), Gary Cooper y Henry Fonda. Ante semejante panorama se vio obligado a interpretar el papel principal, viéndose obligado a abandonar otros proyectos como El jardín del diablo o Veracruz.
La lista de actrices que rechazaron un papel en Escrito en el cielo es extensa: Bette Davis, Barbara Stanwyck, Joan Crawford, Ginger Rogers, Ida Lupino y Dorothy McGuire. En la mayoría de los casos no quisieron intervenir en la película porque su participación en ella era muy pequeña y temían que perdieran su condición de divas por ese motivo.
La presencia de John Wayne es impecable y con su sola aparición llena la pantalla. Casi todo el interés de la cinta queda centrado en los gestos de su cara, en los movimientos de su cuerpo y en el timbre distintivo de su voz. El comienzo de la película es impresionante y nos presenta al que será el copiloto de vuelo a través de John Wayne, quien va silbando la misma melodía de la banda sonora. Wayne, como casi siempre, se come las escenas salga quien salga y logra, con su presencia imponente, el favor y la lealtad incondicional del espectador. Aunque es una película coral, el Duque se convierte en el auténtico motor de una historia que podría haber resultado aparatosa y pesada, pero que funciona estupendamente. Su personaje cojea ligeramente debido al accidente que tuvo en el pasado cuando pilotaba un avión en el que viajaba su familia. El flashback recordando este trágico suceso es impresionante. No tiene precio ver a un Wayne desconsolado abrazando al peluche de su difunta hija.
Los críticos quedaron impresionados con la película, a pesar de su excesiva duración (dura 147 minutos), y alabaron las interpretaciones de todos los actores, la fotografía de Archie Stout en cinemascope y la música de Dimitri Tiomkin. Escrito en el cielo costó 1,4 millones de dólares y recaudó 8,1 millones de dólares, convirtiéndose en uno de los mayores éxitos del año y en la película de mayor recaudación protagonizada por John Wayne hasta el momento.
Tiene un mérito increíble que John Wayne ganara en 1955 el Laurel de oro a la mejor interpretación dramática masculina el mismo año que Marlon Brando ganó el Premio Óscar por La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), de Elia Kazan. Claire Trevor también consiguió este galardón en la categoría de mejor actuación de personaje femenino. Escrito en el cielo obtuvo seis merecidas nominaciones a los Premios Óscar en su 27.ª edición: mejor dirección, mejor actriz de reparto (Claire Trevor y Jan Sterling), mejor canción original (The High and the Mighty, de Dimitri Tiomkin y Ned Washington), mejor montaje (Ralph Dawson) y mejor banda sonora de una película dramática o comedia (Dimitri Tiomkin). Solo se llevó la estatuilla dorada en esta última categoría. Casi todo el mundo daba por seguro que John Wayne iba a recibir una nominación al Premio Óscar al mejor actor y que Escrito en el cielo iba a estar entre las cinco nominadas a mejor película y mejor fotografía en color.
La música de Dimitri Tiomkin se hizo muy famosa en casi todo el mundo. Una partitura épica y grandilocuente que es fiel retrato del estilo de su autor y que magnifica la película con sus poderosas melodías y coros, casi operísticos, en la que destaca su canción central, eje principal de la banda sonora. La existencia de la canción –no incluida inicialmente en la película- se debió al deseo del compositor ucraniano de ganar un Óscar por ella. Exigió su inclusión y emprendió una campaña que incluyó a una avioneta dibujando en el cielo de Los Ángeles el título de la misma. Se llevó un chasco tremendo cuando Three Coins in the Fountain de Creemos en el amor (Three Coins in the Fountain), compuesta por sus archienemigos Jule Styne y Sammy Cahn le «quitaron» el ansiado galardón.
Escrito en el cielo también ganó dos Globos de Oro: mejor actriz de reparto (Jan Sterling) y recién llegada más prometedora (Karen Sharpe). Por su parte, William A. Wellman fue nominado al premio que otorga el Sindicato de Directores de América, EE. UU. a la mejor dirección en una película.
Escrito bajo el sol, la verdadera historia de Frank Spig Wead
Después de rodar El hombre tranquilo y Centauros del desierto, John Wayne hizo cuatro películas más con John Ford, su antiguo mentor. La mayoría de los críticos piensan, equivocadamente, que solo una de ellas estuvo a la altura de las anteriores: El hombre que mató a Liberty Valance. En el intervalo entre Centauros del desierto y El hombre que mató a Liberty Valance, filmaron Escrito bajo el sol y Misión de audaces. La primera debería haber sido un éxito. Como ocurrió con El hombre tranquilo, era un proyecto que Ford había anhelado durante mucho tiempo, ya que el personaje en el que se basa la película, Frank Spig Wead, era amigo personal del director (murió en sus brazos). Incluso tenía desde hace tiempo a las dos estrellas contratadas para trabajar en ese filme: John Wayne y Maureen O’Hara. Iba a ser la tercera colaboración entre el Duque y la pelirroja irlandesa y se suponía que nada podía salir mal.
Escrito bajo el sol cuenta la historia del héroe Frank Spig Wead, un brillante capitán de fragata estadounidense que vive por y para su carrera, siendo uno de los primeros componentes de la escuela de vuelo de la Armada. Un día en su casa sufre un desafortunado accidente doméstico y se rompe la columna vertebral. Después de una operación bastante delicada, los médicos le comunican que nunca más podrá volver al servicio activo. Tras una desmoralización inicial, su fuerza de voluntad hace que intente por todos los medios que tiene a su alcance abandonar su silla de ruedas e intentar caminar de nuevo. Durante una dura rehabilitación, con su matrimonio en tensión, comienza a escribir historias. Hollywood no tarda en llamar a su puerta y le contrata como guionista. Más tarde, las fuerzas armadas le piden que vaya como supervisor en un portaaviones recién construido.
Para John Ford fue muy duro trasladar la historia de su gran amigo Frank Spig Wead a la gran pantalla. A pesar de llevar cuarenta años en el oficio, nunca sintió tanto miedo antes de rodar un filme. En realidad no quería hacerlo, pero tampoco quería que otro director lo rodara. Wead firmó precisamente el guion de otra de las grandes películas del cineasta estadounidense de origen irlandés: No eran imprescindibles (They Were Expendable, 1945), la historia de una heroica compañía americana que lucha contra el avance de las fuerzas japonesas en Filipinas durante la campaña del Pacífico. Dos oficiales ) John Wayne y Robert Montgomery), en contra de la opinión de sus superiores, intentarán frenar el avance utilizando las viejas embarcaciones. Tras un comienzo en clave de comedia, donde no faltan las características peleas fordianas marca de la casa, el cineasta estadounidense nos sumerge en el drama de un hombre que ve cómo su vida, tanto profesional como personal, se desmorona por completo. La lucha del protagonista (interpretado magistralmente por John Wayne, en uno de sus mejores papeles) por superar su discapacidad hace que se vuelva un ser solitario y encerrado en sí mismo, llegando incluso a poner en peligro su matrimonio y el afecto de sus dos hijas. Escrito bajo el sol es una fantástica historia de superación personal, aunque para conseguirlo el protagonista opte por dejar en segundo término la vida familiar.
Confundidos sobre a qué género pertenecía el filme, muchos críticos incluso cuestionaron su necesidad. Pensaron que como muchos otros homenajes afectuosos, estos vienen más del corazón que de la cabeza. El público también le dio de lado a Escrito bajo el sol por culpa de una pésima campaña publicitaria de Metro-Goldwyn-Mayer. Se dedicaron a promocionar la cinta como si se tratara de una especie de continuación de El hombre tranquilo. La respuesta del público fue decepcionante (no sabían si estaban ante una comedia, un melodrama o un filme bélico) y la película supuso un pequeño revés en la carrera cinematográfica de John Wayne, quien intentó por todos los medios no volver a trabajar con esta productora en los años siguientes (ese fue uno de los muchos motivos por los que no quiso interpretar al mayor John Reisman en Doce del patíbulo, cuando el famoso estudio del león rugiente escribió el guion pensando en él). Este inesperado fracaso de crítica y público impidió que el Duque consiguiera una nueva nominación al Premio Óscar. Resulta paradójico que siendo el actor más comercial de los años 50 la Academia se olvidara por completo de él durante esa década, la mejor de toda su trayectoria profesional.
Misión de audaces, los soldados a caballo
Dentro del marco de la guerra civil estadounidense, Misión de audaces narra las aventuras y desventuras de un grupo de soldados del ejército de la Unión, comandados por el coronel John Marlowe (John Wayne), que debe realizar una peligrosa incursión en territorio sudista para destruir un enclave estratégico ferroviario que se ha convertido en un núcleo importante de abastecimiento. En esta misión le acompaña el mayor Hank Kendall (William Holden), cirujano de profesión. Desde el principio, la relación entre ambos es de claro enfrentamiento: en la primera escena en que aparece el mayor Kendall, el coronel Marlowe ya le reprocha que no lleve puesto el uniforme del ejército. A partir de ese momento cualquier suceso sirve para mostrar las diferencias entre ambos hombres. La exposición de dos posturas enfrentadas, representadas por dos personajes masculinos claramente definidos, suele ser uno de los recursos más utilizados por Ford para narrar los acontecimientos. En Fort Apache, el sensato capitán York (John Wayne) y el intolerante coronel Thursday (Henry Fonda) no se ponen de acuerdo en las acciones que hay que tomar. Y en El hombre que mató a Liberty Valance, donde la lucha se plantea entre la civilización representada por un hombre de leyes, James Stewart, y el viejo Oeste, John Wayne.
Marlow no es un militar formado profesionalmente en el ejército, por lo que entiendo que su ascenso en el escalafón castrense ha tenido que ser consecuencia de su valor y arrojo en las misiones encomendadas. En su vida profesional el esquema se reproduce de la misma forma, es ingeniero de ferrocarriles, pero ese puesto no es fruto de años de estudio. En la cena que tiene lugar en la casa de Miss Hannah Hunter de Greenbriar (Constance Towers) se detalla cómo el coronel Marlowe empezó como peón en los ferrocarriles hasta que terminó ascendiendo al puesto de ingeniero. Una de las razones que hace que Misión de audaces es que se encarga más de explicitar el horror de la guerra que de entrar directamente en tomar partido por algún bando. En la escena más recordada de este filme, el coronel Marlowe y su grupo son atacados por una banda de muchachos. El coronel ordena la retirada de sus tropas. En su concepto sobre la guerra y sobre la justicia, no figura masacrar a unos niños. De todas formas, mi escena favorita de Misión de audaces es aquella en la que John Wayne, antes de volar el puente, le quita el pañuelo de la cabeza a Constance Towers y se lo amarra al cuello mientras le declara su amor. Todavía se me sigue poniendo la piel de gallina cuando la veo.
Alcohólico durante muchas décadas (aumentó la cantidad de alcohol que consumía cuando regresó de la Segunda Guerra Mundial), su médico le prohibió a John Ford que bebiera durante el rodaje de Misión de audaces o seguramente moriría a causa de sus efectos. Aunque era conocido por su terquedad, Ford obedeció las órdenes del médico. Sin embargo, la ausencia de bebida hizo que tratara a su elenco y equipo más duro de lo habitual. El que normalmente recibía el peor trato, con o sin bebida, era John Wayne, y lo hizo bien en el plató. Ford exigió que Wayne también se abstuviera de beber, pese a que no tenía tales órdenes de su médico. Wayne le pidió a los productores que lo alejaran de la mirada omnipresente de Ford, aunque solo fuera por un breve momento. Siguiendo las instrucciones de Wayne mintieron a Ford, diciéndole que los dientes de Wayne estaban comenzando a aparecer amarillos en la película y que había que llevar a Wayne y William Holden a Nueva Orleans para que se los limpiaran. Lógicamente, los dos actores aprovecharon ese viaje para echarse unos tragos.
Durante el rodaje de la escena culminante de la batalla, el veterano especialista Fred Kennedy ejecutó una caída de un caballo de manera incorrecta, se rompió el cuello y murió. Según sus compañeros especialistas, Kennedy se había roto el cuello dos años antes, pero se había curado. Había aparecido en varias películas dirigidas por John Ford y el director se vio muy afectado por la muerte de Kennedy. Después del incidente, Ford detuvo la filmación e inmediatamente trasladó la producción a Hollywood. Estaba previsto que la película finalizara con la llegada triunfal de las fuerzas de Marlowe a Baton Rouge. Pero Ford perdió todo el interés que tenía en el filme después de la muerte de Kennedy. Terminó la película con la romántica despedida entre Marlowe de Hannah antes de cruzar y volar el puente.
John Lee Mahin y Martin Rackin, los productores, querían que John Wayne o Clark Gable interpretaran al coronel John Marlowe. Al final se decantaron por el Duque porque en ese momento era un actor mucho más taquillero que el Rey. Los días de gloria de Gable ya habían pasado. Para interpretar al mayor Henry Hank Kendall intentaron contratar a James Stewart. Pero Jimmy no estaba disponible porque ya se había comprometido para participar en Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), de Otto Preminger. Poco después se pusieron en contacto con la productora de Gregory Peck, Melville-Talbot Productions, con la intención de contratar al actor californiano. Sin embargo, después de unas duras negociaciones, no lograron alcanzar un acuerdo. Al final William Holden, que venía de ganar un Óscar por Traidor en el infierno y de conseguir un éxito sin precedentes con El puente sobre el río Kwai, se hizo con el papel. Elizabeth Taylor estuvo muy cerca de interpretar a Miss Hannah Hunter de Greenbriar. A última cambió de opinión para participar en De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959), de Joseph L. Mankiewicz. Prefirió meterse en la piel de Catherine Holly (Elizabeth Taylor), una joven que es internada en un hospital psiquiátrico gracias a su tía, Violet Venable (Katharine Hepburn), una adinerada viuda que ha perdido a su hijo cuando este estaba en compañía de Catherine, que trabajar junto a su gran amigo John Wayne. El Duque y William Holden recibieron 775 000 dólares cada uno, más el 20 % de las ganancias totales, una suma inaudita para esa época. El contrato final involucró a seis empresas y aumentó el número de páginas del guion al doble. La película, sin embargo, fue un fracaso financiero, sin ganancias para compartir al final. La película no cumplió las expectativas y todos los involucrados en ella se llevaron un chasco tremendo. Para colmo de males fue despreciada por gran parte de la crítica. La película solo recibió una nominación a los premios que otorga el Sindicato de Directores de América, EE. UU. a la mejor dirección en una película. Era muy complicado compartir en la 32.ª edición de los Premios Óscar con otras obras maestras como Ben-Hur, Con faldas y a lo loco y Con la muerte en los talones.
Centauros del desierto, los secretos oscuros de Ethan Edwards
A pesar de llevar 40 años rodando películas, para filmar Centauros del desierto (su filme 150), John Ford mostró la ambición de un principiante en los días previos al rodaje. En su correspondencia escribe: «Es un trabajo arduo y duro, porque quiero que salga bien. Llevo tiempo queriendo hacer un wéstern. Es bueno para mi salud, mi alma y mi moral». A la prensa llegó a comentarle: «En mi mesita de noche tengo un nuevo libro (la novela de Alan Le May en la que se basa Centauros del desierto). Es una del Oeste, pero no es solo ¡bang, bang! y vaqueros y esas cosas, no. Tiene buenos estudios de personajes, problemas reales y un protagonista maravilloso que creo que puede interpretar John Wayne». Publicada en 1954, The Searchers recrea ese mundo violento y primitivo. No es una novela simple, sino un retrato lúcido de una región hostil, donde la compasión era considerada como algo intolerable. Solemos concebir el mal como un acto libre de la voluntad de las personas, cuando la historia nos muestra una y otra vez que el mal no es algo que se elige, sino una fatalidad propiciada por una serie de circunstancias principalmente adversas. Le May no distingue matices entre las actuaciones de unos y otros y tiende a ver una drástica separación y oposición radical entre lo bueno y lo malo, nada tiene un término intermedio para él, nada puede tener aspectos buenos y malos simultáneamente.
John Wayne abandonó el rodaje de Siete hombres a partir de ahora para participar en este proyecto. Ya habían trabajado con anterioridad en obras maestras como La diligencia, Hombres intrépidos, No eran imprescindibles, la trilogía de la caballería (Fort Apache, La legión invencible y Río Grande (1950) y El hombre tranquilo. Todas estas películas afianzaron su tándem irrepetible con Wayne, su actor fetiche, quien alcanzó su momento cumbre como actor en Centauros del desierto.
John Ford era el único capaz de rodar Centauros del desierto. Pero después de darle un puñetazo a Henry Fonda durante el rodaje de Escala en Hawái (Mister Roberts, 1955) se emborrachó tanto que se tuvo que someter a una operación en la que se le extrajo la vesícula biliar. Esta intervención quirúrgica no solo le costó el despido, sino que su historial clínico y etílico se empezó a propagar como la pólvora por todo Hollywood. Ya nadie quería contratar a ese viejo cascarrabias. Cuando toda la meca del cine le había dado la espalda una carta escrita por John Wayne obró el milagro. Iba dirigida a Jack Warner y amenazaba con abandonar el estudio si no se financiaba la película. En medio de la crisis de los estudios, aquello habría sido un golpe mortal para Warner Bros. Durante los años 50, Wayne contaba sus películas por éxitos. El Duque sabía que lo que Pappy estaba planeando era algo especial. En su gesto había nobleza, además de egoísmo.
«Feo, fuerte y formal». Con estas tres palabras en español quería ser recordado John Wayne. La primera vez que lo dijo fue en una entrevista que le realizó la revista Time en 1969 para celebrar el éxito de Valor de ley (True Grit). No obstante, dentro del Olimpo cinematográfico muchos le llevaron la contraria, le subieron a lomos de un caballo para elevarle a la categoría de leyenda y convertirle en el héroe más importante de la historia cine norteamericano. Wayne fue un gran actor, un tipo que conocía bastante bien su oficio y sabía cómo mezclar su figura imponente con un carisma irrepetible. No es fruto de la casualidad que sea el actor con más papeles protagonistas, un total de 143 y, por supuesto, algunos de los más memorables no se enmarcan dentro del wéstern. Se puede decir que en este género cinematográfico fue donde se hizo grande y rodó la mayoría de los títulos más importantes de su carrera. Y encandiló a su antiguo mentor con El Álamo, un asombroso canto a la libertad.
Antes de Centauros del desierto nunca se había colocado la cámara de esa manera en el interior de una casa, de una cueva, de una tienda comanche, hasta ofrecernos una profundidad de campo hacia el exterior tan inmensa y perfeccionista por igual. En realidad, la seña de identidad que John Ford le imprimió a esta película fue una técnica de sombras y luz sumamente compleja que en el momento de su estreno no fue percibida como digna de elogio por la crítica. Hasta que David Lean vio la película en infinidad de ocasiones para preparar Lawrence de Arabia (1962), porque le ayudaba a saber cómo rodar un paisaje. Desde entonces se ha convertido en fruto de todo tipo de homenajes y guiños, en especial cuando se convirtió en una de las películas de referencia para los niños malcriados del nuevo Hollywood y del nuevo cine alemán: Steven Spielberg, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, George Lucas, Jean-Luc Godard, Sergio Leone, John Milius, Paul Schrader Wim Wenders, Clint Eastwood… José Luis Garci ha dicho muchas veces que Centauros del desierto es la primera película que se ha rodado en Marte y Fernando Alonso Barahona la define como «pura épica y poesía».
Pero este no fue el único elemento que lo convirtió en un wéstern de culto. Un John Wayne más oscuro y atormentado que nunca (ese zoom hacia su cara en primer plano cuando contempla la locura de una niña secuestrada por los indios es uno de los grandes momentos de la historia del cine), un mundo sórdido de violencia y odio, de muerte y aspereza moral, unas panorámicas espectaculares, la acción trepidante y el drama emocional entrelazados en cada secuencia de la cinta, sus toques de comedia que buscan algo de consuelo entre tanto drama y el inteligente manejo de las elipsis (la lectura de la carta de Marty es el ejemplo más evidente de un montaje totalmente revolucionario para la época), son algunos de los componentes que la han conve en una de las grandes obras maestras del celuloide. En su trasfondo racial de doble lectura (algunos críticos y cinéfilos la consideran una película racista por este motivo), en su increíble manejo de los prejuicios y los sentimientos, en los encuadres teatrales, en la búsqueda de otras personas que nos sirven para encontrarnos (con mayor o menor fortuna) a nosotros mismos, está la magia de esta historia, cruel y deslumbrante a la vez. Es una película compleja llena de matices y reflexiones, muy difícil de analizar porque nos hace muchas preguntas incómodas que son prácticamente imposibles de contestar, inolvidable por su profunda riqueza humana y capacidad de conmover. Me emociona la naturaleza, los amaneceres, los atardeceres, los crepúsculos, el dolor que provoca la ausencia, las palabras nunca dichas, el odio que provoca la muerte de los seres queridos, el deseo de venganza (y la inutilidad de este sentimiento), su relato circular, que se inicia con una puerta que se abre anunciando el regreso de Ethan Edwards y finaliza con otra puerta que se cierra cuando el protagonista se aleja de la civilización y vuelve a su verdadero hogar: el desierto. Entre medias el relato de una epopeya, de una odisea, de una búsqueda desesperada, del paso lento del tiempo y el manejo del tiempo (Wayne se pasa diez años buscando a su sobrina secuestrada por los comanches) y de la muerte, siempre presente durante toda la película. La primera vez que vi Centauros del desierto descubrí que el odio ni se esconde ni se suaviza: se expresa en cada gesto, mirada y palabra de Ethan Edwards. Descubrí que su discurso se afianza sobre el mito de un héroe trágico, un hombre asediado por los fantasmas y traumas del pasado. El maestro John Ford volvió a demostrar por qué es el mejor director de la historia del cine gracias a una obra de arte inmensa llena de fuerza, amargura y poesía.
La tragedia de un solitario
Centauros del desierto fue el wéstern que se colocó por encima de todos los que se habían rodado con anterioridad. Las emociones tristes crepusculares y originales que recorrieron este largometraje acabaron convirtiéndolo en un título que desafiaba todo tipo de convenciones. Sin embargo, John Ford siempre le quitaba importancia (y a su protagonista principal) siempre que hablaba de ella, con la visión moderada y segura de un genio creador que solo se queda con la esencia: «Es la tragedia de un solitario. Es un hombre que regresó de la guerra de Secesión, probablemente se marchó a México, llegó a ser un bandido, probablemente luchó para Juárez o para Maximiliano, más probablemente para Maximiliano a tenor de la medalla. Era exactamente un solitario natural; nunca hubiera podido ser realmente un miembro de una familia».
Ethan Edwards es un tipo solitario, a la deriva en su propia aventura, que amó a la mujer equivocada (su cuñada, la mujer de su hermano, un fruto prohibido), peleó en dos bandos perdedores: la medalla que lleva en forma de cruz, revela que combatió en el bando de Maximiliano de México, y en la guerra de Secesión luchó en el bando confederados, ya que todavía conserva ropajes y medallas de los estados sureños, un héroe atípico que vuelve con monedas de oro yanquis y recién acuñadas. Regresa al que creyó su hogar para perderlo, poco después, en una masacre perpetrada por los comanches. La búsqueda de su sobrina Debbie (Natalie Wood) se convierte entonces en la mejor coartada para continuar su camino, aunque de manera demasiado obsesiva y enfermiza. A Ethan la venganza le hace sentirse vivo, buscar a la niña no es una nueva aventura, es su destino. Rudo, amargado, intolerante, antipático y racista, aunque hombre de palabra, no deja que se le acerque ni un solo sentimiento a la conciencia para no dar muestras de debilidad. No tolera el mestizaje y sospecha que tras años de búsqueda, cuando encuentre a su sobrina, su deber será matarla, ya que se habrá convertido en una comanche, en su peor monstruo interior, la más importante de sus pesadillas: una persona que es capaz de encontrar un hogar, incluso entre los «salvajes». Un reflejo de lo que nunca él será capaz de encontrar. La rabia con la que le dispara a los ojos al comanche que encuentran enterrado porque sabe que así, y según sus creencias, lo condena a vagar para siempre sin encontrar su paraíso, es la antesala de su locura. Ethan es un alma en pena que no puede entrar en las praderas del espíritu, un purgatorio eterno que transita a lomos de su caballo y tropezando con la aridez del desierto a la que se ha acostumbrado. Centauros del desierto es un viaje fascinante al centro del odio a cargo del mejor John Wayne. En la mirada cansada de Ethan se pueden apreciar los pensamientos oscuros, el racismo latente en todas sus acciones y su incansable rastreo en forma de huida hacia el destino. Son los ojos caídos de un perdedor que apenas puede esconder un menosprecio hacia los demás tan despiadado como rotundo.
Ningún wéstern del cine clásico de Hollywood está protagonizado por un personaje tan ambiguo e incómodo como Ethan Edwards. Un personaje que obliga al espectador de los años 50 —siempre acostumbrado a identificarse con el héroe, y más en la frontera, que encarnaba el mítico John Wayne— a plantearse si lo aprueba o lo desaprueba, si está a favor o en contra de él, si es una héroe o un villano.. Un héroe que acaba solo. En ese replanteamiento constante radica la clave de la densidad incomparable del personaje, el más complejo, también el más dolorido de todo el género: el hombre que no descansará jamás.
Ethan Edwards pertenece a una clase de personajes asociados al wéstern que encarnan al hombre de la frontera, un ser implacable y a veces agresivo que necesita toda civilización, en su autodefensa, para imponerse sobre otra civilización. Ethan es el guerrero que la civilización necesita para despejar el terreno, disminuir los peligros y permitir la llegada de abogados que traigan las leyes que acabarán con la violencia, antes necesaria para esos pioneros que ayudaron a construirla. La historia de Ethan Edwards puede resumirse de una forma muy simple, como lo hizo John Ford en la entrevista que le hizo Peter Bogdanovich: «Es la tragedia de un solitario… Es solo un solitario… Que nunca podría ser parte de una familia…». Sin embargo, en el fondo, es sumamente complicada: Centauros del desierto es la historia de un antihéroe que nunca será feliz, porque está enamorado de su cuñada y que, cuando esta es asesinada, busca recuperar a su sobrina secuestrada por los comanches más por crueldad y venganza que por deseo de justicia. Ethan la odia por ser medio india. Todo esto lo cuenta el guionista Frank S. Nugent eliminando diálogos y explicaciones innecesarias en un aplicación magistral de la elipsis narrativa.
Harry Carey Jr., quien interpreta a Brad Jorgensen, dijo sobre la actitud de John Wayne en el rodaje de esta cinta: «De todas las películas en las que trabajé con John Ford, este fue el rodaje más atípico. El tío Wayne estaba mucho más serio, y ese era el ambiente que reinaba entre los actores y el equipo». Olive Carey (la señora Jorgensen y viuda del actor Harry Carey), era de la misma opinión: «Cuando le mirabas en los ensayos veías los ojos más malvados y fríos que nunca hubieras visto. Era Ethan hasta a la hora de comer… Ethan siempre estaba en su mirada». Esa mirada de Ethan perdida en el horizonte, impotente, mientras le seca el sudor a su caballo, consciente de que nunca volverá a ver con vida a Martha, sabiendo que no va a poder ayudar a su familia. Cualquier persona que piense que Wayne no era un buen actor, solo tiene que ver su mirada desquiciada en algunos pasajes –tras ver el cadáver de Lucy en lo alto de la roca, por ejemplo– para comprender que el Duque llevaba dentro un volcán de sentimientos.
¿El mayor error en la historia de los Óscar?
Centauros del desierto recaudó mucho dinero. Costó 2,5 millones de dólares y recaudó 6,9 millones de dólares. Sin embargo, cosechó muchas críticas negativas (la película no obtuvo el favor de la crítica) y acusaciones absurdas de racismo. Todo es perfecto en Centauros del desierto: la producción de C. V. Whitney, la increíble dirección de John Ford, las interpretaciones, el guion de Frank S. Nugent, la fotografía de Winton C. Hoch, el montaje de Jack Murray, la banda sonora de Max Steiner… siquiera nominó a John Wayne al Óscar. Sin embargo el wéstern, el género cinematográfico por excelencia y único de los que, en los inicios del cine, el séptimo arte no heredó del teatro, nunca ha sido del agrado de la Academia. Incomprensiblemente, Centauros del desierto no estuvo nominada para ningún Premios Óscar. Ni siquiera John Wayne consiguió entrar en la terna final de candidatos al galardón al mejor actor. Este hecho supuso una gran decepción para todos los que participaron en el filme, porque sabían que habían rodado una película diferente a todas las rodadas con anterioridad. El hecho de que uno de los filmes más importantes de la historia del cine, reconocido por activa y por pasiva como el cúlmen de su género, el exponente máximo de su director y como objeto de estudio obligado para el que quiera dedicarse al mundo del cine no encontrara alojo alguno en ninguna categoría. El Duque estaba tan orgulloso y entusiasmado con la interpretación que había realizado que le puso el nombre de Ethan a su sexto hijo.
La 29.ª edición de los Premios Óscar (celebrada el 27 de marzo de 1957) ha pasado a la historia del cine por entregarle el galardón a la mejor película a La vuelta al mundo en 80 días (Around the World in Eighty Days, 1956), una cinta entretenida y poco más, cuando Centauros del desierto, una de las cumbres indiscutibles del wéstern y una referencia estética del cine universal, cuya influencia trasciende su género, algo que puede apreciarse en multitud de películas posteriores, debería haber ganado el Óscar. Los miembros de la Academia no creyeron conveniente nominarla como candidata a la mejor película del año y prefirieron incluir en su absurda lista películas evidentemente inferiores como La vuelta al mundo en ochenta días, Gigante, El rey y yo y La gran prueba. La única que se salva de la quema es Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), la obra maestra de Cecil B. DeMille. Que el premio al mejor director recayera en George Stevens por Gigante, estando nominado King Vidor por Guerra y paz, y el de mejor actor a Yul Brynner por El rey y yo, derrotando contra todo pronóstico a Kirk Douglas por su increíble interpretación de Vincent Van Gogh en El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956), de Vincente Minelli, convierten a esta edición en una de las más injustas que se recuerdan.
Todavía queda espacio para una injusticia más, la que determinó que el premio a la mejor banda sonora en una película dramática o comedia lo merecía Victor Young por La vuelta al mundo en 80 días cuando, más allá de su pegadizo tema central, el trabajo del compositor carecía de la fuerza que sí tenía la música compuesta por Elmer Bernstein para Los diez mandamientos, trabajo por el que ni siquiera llegó a estar nominado.
Centauros del desierto solo recibió una nominación a los premios que otorga el Sindicato de Directores de América, EE. UU. a la mejor dirección y Patrick Wayne ganó el Globo de Oro al actor recién llegado más prometedor en la 14.ª edición de los premios que otorga la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood. Los Premios Globo de Oro de 1956 también le dieron la espalda a la película y sirvieron de antesala de los Óscar premiando a La vuelta al mundo en 80 días y El rey y yo.
Río Bravo, la respuesta al wéstern psicólogo
El bárbaro y la geisha (The Barbarian and the Geisha, 1958), de John Huston, fue la única película protagonizada por John Wayne estrenada en 1958. Y ese año resultó ser el único entre 1949 y 1974 en el que no estuvo incluido en la lista de los diez actores más taquilleros de Norteamérica. Al público no le gustó ver a su actor favorito metido en la piel de Townsend Harris, un diplomático estadounidense al que se le encomienda la misión de negociar con el hostil gobierno japonés para establecer relaciones comerciales y la película fue un fracaso comercial. Harris tendrá que afrontar todo tipo de amenazas y dificultades y, aunque sucumbirá al embrujo de una hermosa geisha (Eiko Ando), llevará a cabo su cometido. La historia es atractiva y está basada en hechos reales (esta relación se hizo muy conocida en el país). Las tres películas que había estrenado en 1957 (Escrito bajo el sol, Amor a reacción y Arenas de muerte) corrieron la misma suerte y se estrellaron en la taquilla. John Wayne necesitaba un gran éxito de taquilla urgentemente para no perder su condición de gran estrella. Cuando leyó el guion de Río Bravo (obra de Leigh Brackett y Jules Furthman) se dio cuenta enseguida de que este era el proyecto que le iba a colocar otra vez dentro de la lista de los diez actores más taquilleros de Hollywood.
Howard Hawks y John Wayne rodaron Río Bravo porque no les había gustado nada Solo ante el peligro (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann. Consideraban una falta de profesionalidad por parte del sheriff Will Kane, interpretado por Gary Cooper, ir pidiendo ayuda como un pollo sin cabeza a todos sus conciudadanos. Hawks y Wayne querían hacer un wéstern con el punto de vista exactamente opuesto. Y Río Bravo fue exactamente lo contrario a Solo ante el peligro: un representante de la ley que siente que es una cuestión de orgullo contar solo con otros profesionales. Wayne no había rodado un wéstern desde Centauros del desierto y sus películas más recientes no habían sido exactamente una serie de triunfos. «No me parece –argumentó Hawks– que un sheriff deba correr por la ciudad, como un polluelo asustado pidiendo ayuda, y que al final sea su esposa cuáquera quien lo salve. Esa no es la idea que yo tengo de un buen sheriff». La película de Zinnemann tampoco le gustó a John Wayne, aunque por un motivo algo distinto: la historia mostraba una sociedad cobarde, cínica y desentendida que, según el Duque, era del todo ajena a la esencia de los Estados Unidos. Río Bravo tenía como objetivo principal reflejar de manera evidente tres reglas básicas del viejo Oeste: un sheriff debe asumir riesgos, cumplir con su deber y abstenerse de pedir ayuda a sus conciudadanos. Haws dibujó una comunidad en la que los profesionales cumplen con su obligación sin llantos ni excusas y luchan en grupo por el bien común. Un elogio de quienes protegen la libertad y ponen límites a los poderosos. Una balada sobre los viejos códigos, las antiguas lealtades y el sentido del deber del viejo Oeste. Una película muy poco política, pero profundamente conservadora en su concepción del mundo.
La gran secuencia de apertura define brillantemente a los personajes y las situaciones sin necesidad de ningún diálogo: Un tipo sudoroso y desaliñado (Dean Martin) entra sigilosamente en un bar en busca de una bebida. Un hombre arroja con desdén una moneda en una escupidera. Dude está pensando en ir tras ella cuando el sheriff John T. Chance (John Wayne) lo detiene (la presentación de Wayne en un marcado contrapicado es magistral). Chance se vuelve para ocuparse del hombre que arrojó la moneda a la escupidera. El humillado Dude golpea a Chance por detrás. Burdette (Claude Akins) golpea a Dude mientras otros lo sostienen. Cuando alguien intenta detener a Burdette, le dispara a sangre fría. Una secuencia que homenajea al cine mudo y sirve para retratar la caída a los infiernos de uno de los protagonistas, Dude, y la defensa de su dignidad que hace su amigo John T. Chance, el gran héroe de esta historia. Howard Hawks omite los diálogos de forma evidente y recurre a los gestos. El cineasta estadounidense reivindicó siempre el aprendizaje que tuvo en esa época y que descontextualizó una vez llegó el cine sonoro dando preferencia a la imagen y al movimiento, a las acciones por encima de las expresiones con palabras, aunque ha sido uno de los directores que mejor ha utilizado los diálogos en una película. Desde los primeros minutos, que introducen la historia sin una sola palabra, hasta el tiroteo final, transcurren casi dos horas y media en las que es imposible dejar de mirar la pantalla.
Me llamo Chance, John T.
Río Bravo le dio a John Wayne su mejor papel desde Centauros del desierto y Escrito bajo el sol: John T. Chance, el sheriff de la ciudad fronteriza de Río Bravo que arresta a Joe Burdette (Claude Akins) por asesinato. El hermano mayor de Joe, Nathan (John Russell), el ranchero más poderoso de la frontera, hace que sus hombres rodeen la ciudad para tenerla controlada. Chance solo cuenta con la ayuda de un borracho, Dude, un viejo lisiado, Stumpy, (Walter Brennan) y un joven e inexperto pistolero, Colorado (Ricky Nelson) Todos ellos se encierran en la oficina del sheriff para impedir que el preso pueda ser liberado antes de que llegue la autoridad estatal. Fathers, una guapa y atractiva Angie Dickinson, se convierte en el interés romántico de Chance.
John Wayne fue la primera y casi única opción de Howard Hawks para el papel de John T. Chance. Aunque Gregory Peck, Burt Lancaster y Kirk Douglas estaban en la recámara por si acaso el Duque se echaba para atrás. Wayne acaba de rescindir su contrato con Warner Bros, porque Jack Warner no quiso financiarle El Álamo y Hawks tenía «miedo» de que el actor rechazara el papel por este motivo. Mientras recibía su nombre definitivo, John T. Chance, el sheriff protagonista del Río Bravo aparecía como «John Wayne» en el primer tratamiento del guion.
«No veo cómo puedes hacer un buen wéstern sin Wayne», dijo Howard Hawks sobre John Wayne. Puede parecer una exageración, pero un wéstern de John Wayne es un género en sí mismo. Muchas veces el Duque no decía las líneas como estaban escritas, las recitaba de la forma en que pensaba que las diría su personaje. Era perfecto con botas y sombrero de vaquero. Tenía una cualidad innata en la que confiaban John Ford y Hawks. Wayne siempre está relajado, imponente e imperturbable durante toda la película. En respuesta directa a Solo ante el peligro, no quiere ayuda de aficionados bien intencionados, se considera un hombre autosuficiente, confía en sí mismo, no teme a la soledad y no depende de nadie para tomar sus propias decisiones. Tiene una serie de cualidades valiosas que no todos pueden desarrollar. No es frío ni despegado. A veces apreciamos en él un sentido del humor que sabe sacar ese punto de ironía e ingenio a una realidad un tanto gris y con bastantes aristas. Incluso José Luis Garci ha dicho que «no se puede estar mejor en una película que John Wayne en Río Bravo». Para Fernando Alonso Barahona «John Wayne interpreta a la persona real, cercana, capaz de transmitir emoción y sentimiento».
En John T. Chance, el sheriff de Río Bravo puedes encontrar lo que esperas en cualquier personaje interpretado por John Wayne: fuerza, rigor, firmeza, integridad, virilidad, valor, orgullo… El Duque no suele defraudar casi nunca y en esta película realizó una de sus mejores interpretaciones. Es un auténtico placer contemplar su expresión, escuchar su tono de voz, observar como utiliza su corpulencia para imponer respeto. En definitiva, disfrutar de una obra maestra y un wéstern muy superior al interpretado por Gary Cooper.
John T. Chance es un hombre orgulloso e independiente que inspira a otros a superar sus propios defectos reconocidos. Debajo de la superficie Río Bravo es una película muy democrática: una pequeña comunidad de amigos en la que cada individuo apuntala al siguiente. Las lecturas crudas de la personalidad de John Wayne lo acusan de animar sin sentido al poder estadounidense. El alcance de Wayne como estrella no estaba limitado por los océanos Atlántico y Pacífico, su fama iba incluso más allá.
Cuentan que John Wayne quedó tan impactado con la interpretación dramática de Dean Martin, antigua pareja cómica de Jerry Lewis, que le pidió consejo a Howard Hawks sobre cómo darle la réplica. «Piensa que es tu mejor amigo», le respondió. «Limítate a mirarle y veremos qué pasa». Ricky Nelson, por su parte, había sustituido a la primera opción, Elvis Presley, que exigía demasiado dinero y aparecer primero en los títulos de crédito, incluso por delante del mismísimo John Wayne. Nelson era una estrella incipiente del rock and roll y llevaba un tupé muy parecido al de Elvis. En la campaña de publicidad que se hizo en España lo presentaron, significativamente, como «el de la cara aniñada». El cantante estadounidense es lo más flojo de la película. Se nota a leguas que la interpretación no es lo suyo. Angie Dickinson desprende carisma por todos los rincones de su cuerpo (ella es la encarnación de la mujer fuerte y enigmática que tanto le gustaba a Hawks) y el veterano Walter Brennan provoca ternura, demostrando por enésima vez que es el mejor actor de reparto de la historia del cine.
El éxito que salvó la carrera de John Wayne
La película se estrenó en los Estados Unidos el 4 de abril de 1959 y tuvo un gran éxito de taquilla. Las críticas fueron mayoritariamente positivas, aunque no entusiastas. Millones de espectadores de casi todo el mundo contemplaron sin pestañear cómo una gota de sangre caía en una jarra de cerveza. Dude acaba de entrar en un salón en busca de un hombre al que acaba de herir en la calle. John T. Chance le sigue. Maltrecho por culpa de una resaca monumental, Dude asegura haber visto entrar al delincuente en esa instalación, pero nadie le cree: los allí presentes comienzan a hacerle unas cuantas bromas crueles. Cuando el ayudante está a punto de rendirse, se acerca a la barra a tomar un trago y ve de reojo caer un goteo de sangre sobre la espuma de una jarra de cerveza. Antes de que el cantinero pueda servirle, se gira con pulso admirable, dispara hacia arriba y el villano se desploma desde su escondite. Es una de las escenas más famosas de la historia del cine.
Cineastas tan importantes como José Luis Garci o Quentin Tarantino la han situado entre las 10 mejores películas de todos los tiempos. Río Bravo tiene drama, comedia, acción, romance, suspense e incluso una dosis de musical con tres canciones memorables: Rio Bravo, My Rifle, My Pony and Me y Cindy. Tiene una comisaría, una calle principal, un salón, un hotel, pistoleros temibles, forajidos que siembran el pánico, partidas de cartas y muchos tipos duros. Tiene una banda sonora inolvidable compuesta por Dimitri Tiomkin (el tema Degüello es de una calidad fuera de lo normal) y una fotografía a cargo de Russell Harlan a la que todavía no se le ha hecho justicia. Río Bravo es pura sabiduría narrativa, Río Bravo es pura diversión, Río Bravo es puro cine. La receta perfecta para rodar una obra maestra absoluta. Los diálogos entre los amigos son a menudo intrascendentes con comentarios cómicos, bromas e indirectas y una naturalidad rebosante, algo que ha influido enormemente en directores como John Carpenter o Quentin Tarantino. En 1976 John Carperter rodó Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13), que es básicamente la misma historia, mezclada con La noche de los noches vivientes (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, en un contexto moderno. Carpenter quería que John Wayne y Charles Bronson fueran los protagonistas, pero CKK Corporation solo le dio 100 000 dólares de presupuesto para rodarla.
Pese a todos estos ingredientes, la película no logró ni una sola nominación a los Óscar. El éxito de Ben-Hur (1959), de William Wyler fue arrollador en los Premios Óscar, consiguiendo 11 de los 12 premios a los que estaba nominada. Su éxito en la 32.ª edición de estos galardones, pero las ausencias de otras obras maestras como Río Bravo, Misión de audaces, Con faldas y a lo loco y Con la muerte en los talones en la mayoría de las categorías importantes son clamorosas y sorprendentes. La Academia volvía a ignorar una de las mejores interpretaciones de John Wayne. Sin embargo, el Duque ya estaba acostumbrado a estos desaires. Los críticos franceses de Cahier du Cinema, que todavía no se habían contagiado del esnobismo de los 60, la recibieron con entusiasmo. Entre los seguidores del género quedaría en el recuerdo como una de sus cimas. La película solo recibió una nominación a los premios que otorga el Sindicato de Directores de América, EE. UU. a la mejor dirección Angie Dickinson ganó el Globo de Oro a la actriz recién llegada más prometedora y dos nominaciones a los premios Laurel Cahiers du cinéma la incluyó en su lista de las mejores películas de 1959.
El Dorado y Río Lobo, Río Bravo cabalga de nuevo
Howard Hawks es, seguramente, la prueba más evidente de que nunca se hizo mejor cine que cuando este se consideraba algo artesanal en vez de un oficio. Responsable de obras maestras en casi todos los terrenos, esta es, junto con Río Rojo (Red River, 1948), la correspondiente al género cinematográfico por excelencia: el wéstern. Se sintió tan cómodo contando la historia de un sheriff que debe defender la legalidad con la ayuda de un alcohólico, un viejo tullido, un joven inexperto y una mujer, que la repitió, con algunas modificaciones, dos veces más: en El Dorado (1966) y Río Lobo (1970).
Y que su director disfrutó tanto rodándola que recicló gran parte del material para hacer, menos de una década después, El Dorado, que no es la misma historia, pero se parece mucho. El Dorado está considerado un remake virtual de Río Bravo con algunos giros, aunque Howard Hawks nunca lo admitiera en público. Aunque no contó la misma historia ni con los mismos personajes de Río Bravo, ambas películas presentan a un grupo de agentes de la ley, uno de ellos alcohólico, tratando de mantener el orden en una ciudad fronteriza y encontrándose encerrados en una cárcel. En El Dorado tenemos a John Wayne interpretando a Cole Thorton, un pistolero errante (ya mayor), con una voluntad y unos principios inquebrantables, que tiene paralizada la mitad de su cuerpo. Robert Mitchum se mete en la piel de JeanPaulHarrah, un sheriff alcohólico y despechado porque una mujer le ha roto el corazón. A pesar de padecer las consecuencias inevitables de esta enfermedad terrible, es un profesional valeroso que se enfrenta implacablemente al lado oscuro del lejano Oeste, combatiendo a ganaderos despiadados y a criminales sin escrúpulos. Robert Mitchum es uno de los pocos actores que pueden trabajar con John Wayne sin que John Wayne lo saque de la pantalla. En lugar del veterano Walter Brennan estaba Arthur Hunnicutt y en lugar de Ricky Nelson estaba James Caan un joven pésimo con la pistola, pero que maneja hábilmente el cuchillo. Alan Bourdillion Traherne, alias Mississippi, es un tahúr impetuoso que ha aprendido ciertas nociones de literatura gracias a su mentor, un cultivado jugador llamado Johnny Diamond. De vez en cuando recita el pequeño poema que Edgar Allan Poe escribió motivado por las noticias que llegaban de California respecto a la fiebre del oro:
«Un caballero alegre y audaz
de día y de noche cabalgando va.
Y canta su canción mientras sigue osado
a la busca de El Dorado.
Pero vano fue su esmero
y ya viejo el caballero,
por la sombra el corazón sintió apresado,
al pensar que nunca el día llegaría
en que hallaría El Dorado.
Sin fuerzas, exhausto
ya pierde su fe.
Pero de repente, una sombra ve.
«¡Sombra!», grita airado
«Dime donde se halla
la tierra llamado El Dorado”.
Montes de luna cruzando,
a valles de sombra bajando,
cabalga siempre osado…
a la busca de El Dorado».
Las salidas poéticas de este personaje suponían un reclamo humorístico para la cinta, ya que resultaba bastante interesante observar la reacción de dos hombres duros y curtidos como Cole Thornton y John Paul Harrah. A pesar de tratarse de un wéstern crepuscular en plena guerra de Vietnam, cuando los norteamericanos estaban mutando sus gustos condenando al ostracismo aquel maravilloso y legendario género cinematográfico, El Dorado tuvo un éxito de taquilla bastante considerable.
Más tarde, en 1970, Howard Hawks y John Wayne prácticamente volverían a contar la misma historia, con desigual fortuna, en RíoLobo, aunque Hawks pensaba que no había conexión entre las tres películas. Se dice que rodando Río Lobo John Wayne preguntó al director: «¿No hemos rodado ya esta película?». Río Lobo fue el cierre de la trilogía, iniciada once años antes con Río Bravo, sobre la lucha y defensa contra el orden establecido. Hawks cambió de nuevo la disposición de los elementos en la lucha contra el mal y en esta tercera y última entrega dio una nueva vuelta de tuerca al planteamiento de Río Bravo. El problema principal de esta tercera entrega es la aportación prácticamente nula del reparto coral, a años luz de los repartos espectaculares de sus antecesoras. Solo John Wayne, en el papel del ex coronel yanqui Cord McNally nexo de unión de la trilogía, está a la altura de las circunstancias. El resto de los actores pasan sin pena ni gloria por este proyecto espléndido, que con el paso de los años ha ganado enteros como colofón genial en la carrera profesional de este inolvidable cineasta.