Cultura, Cine y Literatura

El hombre que hacía películas del Oeste

50 años sin John Ford, mi director de cine favorito 

Se cumplen 50 años de la muerte del mejor director de la historia del cine

Junto a John Wayne formó la dupla más icónica de director y actor en la historia del séptimo arte

Primero de los artículos que tengo pensado dedicarle a Pappy a lo largo de 2023 con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento (31 de agosto de 1973)

Cuando Cecil B. DeMille, el pionero de Hollywood junto a David Wark Griffith, se enfrentó en 1950 a Joseph L. Mankiewicz, porque tenía un interés desmesurado en que el director, productor y guionista de Eva al desnudo renunciara a la presidencia del Sindicato de Directores de Estados Unidos, pretendiendo que firmara un juramento de lealtad a los ideales americanos, en ese momento, John Ford se levantó y según algunos de los presentes pronunció la célebre frase: «Me llamo John Ford y hago películas del Oeste». Tras elogiar a DeMille como director (pensaba que era el cineasta que mejor sabía lo que quería el público norteamericano y sabía cómo dárselo), criticó su cabezonería y propuso un voto de confianza para Mankiewicz y que todos se fueran a sus respectivas casa a descansar. Las palabras de Ford cerraron las fuertes discusiones entre DeMille y Mankiewicz que no conducían a ningún sitio. Este hecho lo relatan, entre otros muchos cineastas y críticos de cine, y por supuesto grandes admiradores de Ford, Peter Bogdanovic, Robert Parrish y Lindsay Anderson, en algunas de sus obras. Porque el cineasta norteamericano de origen irlandés (Ford siempre presumía de sus raíces irlandesas) le debe gran parte de su fama mundial a La diligencia (Stagecoach, 1939), el primer wéstern adulto de la historia del cine, con permiso de Buffalo Bill (The Plainsman, 1936) y Unión Pacífico (Union Pacific

Aunque antes de llegar el momento fundamental de su carrera cinematográfica, John Ford ya había ganado un Premio Óscar a la mejor dirección por El delator (The Informer, 1935), la historia de Gypo Nolan, un tipo sin oficio ni beneficio en el Dublín de los años veinte del siglo XX, expulsado del Ejército de Liberación Irlandés y con tendencia a la bebida, que sueña con viajar a Estados Unidos en compañía de su novia, Katie Madden (Margot Grahame), que se gana la vida como prostituta, y animado por la recompensa que ofrecen las autoridades delata el paradero del activista Frankie McPhillip (Wallace Ford), un viejo amigo y compañero.

Dudley Nichols y Ben Hecht, el Shakespeare de Hollywood, habían adaptado una historia de la revista Collier, publicada en 1937, titulada Stage to Lordsburg, de Ernest Haycox, que llamó la atención de John Ford. El productor Walter Wanger quería a Gary Cooper para el papel de Ringo Kid, un joven pistolero que se escapa de la cárcel para vengar la muerte de su padre y de su hermano. Pero Ford sintió que Cooper era demasiado mayor para el papel y bastante caro para un presupuesto de medio millón de dólares. Pappy se empeñó en que lo interpretara Wayne, un auténtico desconocido para el gran público. La apuesta, aunque arriesgada, salió bien. En 1939, John Ford, bautizado como John Martin Feeney y conocido como Sean O’Fearna en gaélico, Pappy, Coach (Entrenador), Jack Ford o Natani Nez (Jefe alto) por los indios navajos, convirtió a John Wayne, un actor de cine de serie B sin demasiada fortuna, en una estrella con La diligencia. De paso elevó el prestigio del wéstern, un género cinematográfico que hasta entonces se había considerado inferior. En cada uno de los personajes (un fuera de la ley, una prostituta, un sheriff, un tahúr, la esposa embarazada de un militar, un médico alcohólico, un banquero altivo y grosero, un viajante de whisky y el conductor) que viajan encajonados en este claustrofóbico vehículo, atravesando las llanuras bajo la amenaza de los apaches, están representados los principales matices de los seres humanos.

El de John Ford y John Wayne es uno de esos pocos encuentros entre un director y un actor capaces de marcar para siempre la historia del cine; como el de Howard Hawks y Cary Grant o Howard Hawks y el propio Wayne, Akira Kurosawa y Toshirō Mifune, Billy Wilder y Jack Lemmon, MartinScorsese y Robert De Niro o José Luis Garci y Alfredo Landa. A Ford siempre le gustó tener a un actor fetiche que diera vida a la mayoría de los papeles protagonistas de sus películas. Y, por fin, lo encontró en Wayne. El Duque, como conocían al actor sus amigos y familiares, había interpretado nueve años antes su primer papel protagonista en La gran jornada (The Big Trail, 1930), de Raoul Walsh, un wéstern épico de gran presupuesto, producido por Fox Film Corporation. A pesar de su juventud y poca experiencia interpretativa, Wayne lo hace bastante bien como Breck Coleman, un hombre de la frontera que se enfrenta a un desierto salvaje y virgen con coraje y optimismo. John Wayne adoraba como héroe a John Ford desde sus comienzos en esta profesión. Pero su mentor le dio la espalda después del inesperado fracaso de La gran jornada.  Su actuación llamó la atención de John Ford y le hizo pensar que el chico guapo, educado, descomunal y algo tímido que tanto apreciaba podría llegar a ser, después de todo, un actor. Sin embargo, pasarían nueve años antes de que volviera a contar con él, al elegirlo como Ringo Kid en La diligencia. Cuando más tarde le preguntaron por qué esperó tantos años antes de ofrecerle a Wayne un papel principal, Ford dijo que había estado atento a su trayectoria profesional durante todo ese tiempo, pero sentía que todavía no estaba listo para ello. Tenía que desarrollar sus habilidades como actor y depurar su técnica interpretativa. La personalidad de Wayne como un gran héroe del wéstern comenzó a forjarse con La diligencia. Esa sencillez e inocencia tan marcada que desprendía le convirtió inmediatamente en una presencia carismática y comprensiva en la pantalla, a pesar de su falta de experiencia teatral y técnica cinematográfica. 

John Ford siempre solía decir que John Wayne era el mejor actor de Hollywood. No obstante, lo tuvo bastante claro cuando le preguntaron en una entrevista qué era para él el cine: «¿Usted ha visto caminar a Henry Fonda? Pues eso es el cine». Henry Fonda fue otro de los actores fetiche de John Ford (El joven Lincoln, Corazones indomables, Las uvas de la ira, Pasión de los fuertes, El fugitivo, Fort Apache) hasta que discutieron y este último le dio un puñetazo durante el rodaje de Escala en Hawai (Mister Roberts, 1955). Tras este incidente estuvieron muchos años sin hablarse. En los años sesenta hicieron las paces, pero nunca más volverían a trabajar juntos. 

La mujer también tuvo un papel importante en la filmografía de John Ford y, tras darle calabazas Katherine Hepburn una vez finalizado el rodaje de María Estuardo (Mary of Scotland, 1936), conoció a la hermosa Maureen O’Hara, una mujer apasionada, de pelo rojo y ojos verdes intensos. En ella encontró la imagen ideal con la que relacionar esa especie de impedimento afectivo que tuvo con Katherine Hepburn. La dirigió por primera vez en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), donde la actriz interpretó a una malcasada que se enfrenta valientemente a las habladurías de sus convecinos. Su audacia, unida a una belleza indudable, convenció a John Ford de que era el prototipo femenino que necesitaba para todo un conjunto de historias cuyos protagonistas encajaban con el ideal masculino que he enunciado antes. A las órdenes de este cineasta Maureen O’Hara realizó su mejor interpretación en El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952). La intérprete irlandesa se ganó el corazón de todos los cinéfilos gracias a Mary Kate Danahe, una chica impetuosa y apasionada, que sueña con un estilo de vida moderno, pero que todavía está ligada a las viejas tradiciones y convenciones de su tierra.

En cualquier lista donde se solicite nombrar a los diez mejores directores de la historia del cine, John Ford siempre ocupará uno de esos lugares, muchas veces encabezando algo tan subjetivo como escoger entre lo inigualable y lo sublime. El listado de obras del director es tan importante, no solo por su número, sino por su calidad. Cuanto más accesible se vuelve su cine, más razones hay para admirar su obra, apartándose de significados políticos, sociales o culturales. John Ford es uno de esos directores a los que recurro cuando empiezo a perder la fe en el cine contemporáneo debido a los pésimos estrenos que llegan (salvo contadas excepciones, por supuesto) a las salas de cine y plataformas digitales. Haciendo un viaje por toda la filmografía de John Ford, separando su etapa muda de la sonora, porque la primera no tiene tanta repercusión como otros directores de la categoría de Fritz Lang o King Vidor (aunque me gustaría destacar filmes como Tres hombres malos o El caballo de hierro), me encuentro con que muchas de las obras maestras que rodó no son wésterns, el género cinematográfico que lo elevó al Olimpo de los más grandes. Destacan, aparte de El delator, las otras tres películas por las que ganó sus siguientes Premios Óscar al mejor director: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), ¡Qué verde era mi valle! y El hombre tranquilo

La obra de John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura, dio lugar a un buen puñado de películas inolvidables y Las uvas de la ira se puede considerar, sin lugar a dudas, una de ellas. El propio Steinbeck se declaró admirador incondicional de la película, diciendo que la interpretación portentosa de Henry Fonda le hacía creerse sus propias palabras. Esta historia de unos campesinos que cultivan uvas y buscan un lugar donde establecerse durante la Gran Depresión de 1929, una crisis económica terrible que se prolongó durante los años treinta, está narrada impecablemente debido a la falta falta de maniqueísmo, con el típico gusto de Ford por el detalle y el lirismo. Aparte de la mencionada interpretación de Henry Fonda, me gustaría destacar la maravillosa fotografía de Gregg Toland, ya que todo el filme se apoya en un blanco y negro muy oscuro, formando parte esencial de la narrativa y la estética de la película. Su habilidad para utilizar la luz, la composición y los ángulos de cámara para transmitir emociones y capturar la época es excepcional y ha sido imitada en muchas ocasiones. 

John Ford Ford ganó su tercer Óscar (el segundo de manera consecutiva) por ¡Qué verde era mi valle! una impresionante película costumbrista que refleja la vida minera en el Gales del siglo XIX. Dotada de una sensibilidad fuera de lo común, jamás cae en la sensiblería. Roddy McDowall en el papel más recordado de su niñez, excelentemente dirigido por Ford, sirve como nexo de unión a las distintas historias que se cuentan, protagonizadas por los distintos miembros de una familia. 

El hombre tranquilo supuso el cuarto y último Óscar a la mejor dirección para Ford. La película es uno de sus títulos más famosos entre el público de todas las generaciones. Mil veces imitado y homenajeado (el homenaje más famoso es el que su discípulo Steven Spielberg le hizo en E.T., el extraterrestre). Mi película favorita de John Ford narra la historia de un boxeador que mata a un rival en un combate, se retira del deporte y se marcha a vivir a su Irlanda natal para intentar rehacer su vida. Una vez más, costumbrismo, serenidad, historia de amor (la química entre John Wayne y Maureen O´Hara pocas veces ha sido igualada en la gran pantalla), humor socarrón (genial Barry Fitzgerald) y todo mezclado de una forma que solo un genio como Ford sabía hacer, dando la sensación de que hacer una película era algo sencillo. Sin embargo, John Ford dijo en las entrevistas que concedió que El fugitivo (The Fugitive, 1947), Caravana de paz (Wagon Master, 1950) y El sol siempre brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953) eran sus tres películas favoritas de todas las que había rodado, seguramente porque fueron sus tres proyectos más personales peor recibidos por crítica y público.

Luego hay un grupo de películas injustamente infravaloradas e incluso olvidadas y denostadas por muchos de los admiradores del maestro: No eran imprescindibles (They Were Expendable, 1945), Cuna de Héroes (The Long Gray Line, 1955), Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957), Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) y el capítulo de La guerra civil incluido en la entretenida superproducción La conquista del Oeste (How the West Was Won, 1962). 

No eran imprescindibles tiene el mérito de haber sido la única película que dirigió John Ford ambientada en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de haber servido en la Armada de los Estados Unidos durante el conflicto bélico. Una obra maestra desconocida, interpretada por Robert Montgomery, John Wayne y Donna Reed. Si John Wayne admiraba a John Ford antes de la guerra, cuando su mentor regresó como un héroe, esa admiración se convirtió en devoción.  En 1945, John Wayne tenía cierto nombre en Hollywood, aunque todavía estaba muy lejos de ser la gran estrella que todos conocemos en la actualidad. Durante el rodaje de No eran imprescindibles, John Ford insultaba y molestaba al Duque constantemente, haciendo especial hincapié en que ni siquiera sabía saludar correctamente. Se mofaba de él por desconocer detalles básicos de los protocolos militares. Robert Montgomery se sintió tan mal que llevó al director a un rincón apartado del set y amenazó con abandonar la película si no dejaba de incordiar a Wayne. John Ford tuvo la desgracia de accidentarse y quedar temporalmente incapacitado para moverse durante el rodaje. Robert Montgomery se encargó de dirigir el último tercio de la película, aunque no fue acreditado como tal. La película, rodada en escenarios naturales, de los que John Ford consigue planos bellísimos, narra una derrota dolorosa del ejército norteamericano, aunque volverían a Filipinas para resarcirse de ella, convirtiéndose en uno de los pocos directores norteamericanos capaz de narrar una derrota en plena época de exaltación nacional por la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Aunque No eran imprescindibles es una película antibelicista, las escenas de las incursiones de las lanchas torpederas para atacar los destructores japoneses son excelentes, llenas de ritmo y emoción. 

Muchos tratan a Cuna de héroes como una obra menor. Sin embargo, en ella se encuentran todas las virtudes de su director, aunque tratadas de mandt un poco más grandilocuente de lo habitual, lo cual no le resta calidad. Inspirada en hechos reales, sobre la vida de un hombre, Marty Maher, que se convirtió en toda una leyenda en West Point, el filme es un tributo a la vida militar, tan del agrado de Ford. Tyrone Power, muchas veces minusvalorado como actor, realizó una de las mejores interpretaciones de su vida. 

Escrito bajo el sol cuenta la historia del héroe Frank Spig Wead, un brillante capitán de fragata estadounidense que vive por y para su carrera, siendo uno de los primeros componentes de la escuela de vuelo de la Armada. Un día en su casa sufre un desafortunado accidente doméstico y se rompe la columna vertebral. Después de una operación bastante delicada, los médicos le comunican que nunca más podrá volver al servicio activo. Tras una desmoralización inicial, su fuerza de voluntad hace que intente por todos los medios que tiene a su alcance abandonar su silla de ruedas e intentar caminar de nuevo. Durante una dura rehabilitación, con su matrimonio en tensión, comienza a escribir historias. Hollywood no tardó en llamar a su puerta y le contrató como guionista. Más tarde, las fuerzas armadas le piden que vaya como supervisor en un portaaviones recién construido. La lucha del protagonista (interpretado magistralmente por John Wayne, en uno de sus mejores papeles) por superar su discapacidad hace que se vuelva un ser solitario y encerrado en sí mismo, llegando incluso a poner en peligro su matrimonio y el afecto de sus dos hijas. Escrito bajo el sol es una fantástica historia de superación personal, aunque para conseguirlo el protagonista opte por dejar en segundo término la vida familiar.

Dentro del marco de la guerra civil estadounidense, la película cuenta las aventuras y desventuras de un grupo de soldados del ejército de la Unión, comandados por el coronel John Marlowe (John Wayne, otra vez espectacular), que debe realizar una peligrosa incursión en territorio sudista para destruir un enclave estratégico ferroviario que se ha convertido en un núcleo importante de abastecimiento. En esta misión le acompaña el mayor Hank Kendall (William Holden), cirujano de profesión. Desde el principio, la relación entre ambos es de claro enfrentamiento: en la primera escena en que aparece el mayor Kendall, el coronel Marlowe ya le reprocha que no lleve puesto el uniforme del ejército. A partir de ese momento cualquier suceso sirve para mostrar las diferencias entre ambos hombres. La exposición de dos posturas enfrentadas, representadas por dos personajes masculinos claramente definidos, suele ser uno de los recursos más utilizados por Ford para narrar los acontecimientos. Misión de audaces se encarga más de explicitar el horror de la guerra que de entrar directamente en tomar partido por algún bando. En la escena más recordada de este filme, el coronel John Marlowe y su grupo son atacados por una banda de muchachos. El coronel ordena la retirada de sus tropas. En su concepto sobre la guerra y la justicia, no figura masacrar a unos niños. Considero Misión de audaces uno de los mejores alegatos antibelicistas que he visto. 

La conquista del Oeste  (How the West Was Won, 1962) se suele pasar por alto cuando se nombran los mejores trabajos de John Ford. El episodio de la guerra civil es sin duda el mejor de los cinco que forman la película. El episodio dirigido por John Ford constituye una pequeña obra maestra y para muchos críticos está a la altura de sus mejores trabajos. En algo más de veinte minutos este cineasta muestra su genialidad al utilizar un formato pensado para grandes superproducciones en un capítulo intimista y oscuro, en perfecta armonía con el tema tratado, y rodado, en su mayor parte, en los estudios de Metro-Goldwyn-Mayer. Para ello estructura el capítulo en dos partes y un pequeño epílogo. En la primera el público se vuelve a encontrar con Eva Prescott (Carroll Baker), ahora casada con Linus (James Stewart), madre de dos hijos y propietaria de una granja. En ella aborda uno de sus temas más recurrentes: la destrucción del núcleo familiar por causas externas, en este caso la guerra civil. Son unos minutos de una gran emotividad en los que muestra el dolor profundo hasta llegar al desgarro interno de una madre que ve cómo la guerra, que ya le ha arrebatado a su marido, se lleva también a Zeb (George Peppard), su hijo mayor. Los detalles pequeños de esa mujer destrozada son los que sacan a la luz el genio de Ford. En la segunda Ford trata otro de sus asuntos habituales, el horror que siente por la guerra y su rechazo a la misma desde que regresó de la Segunda Guerra Mundial. El espectador ve a un Zeb más realista y menos aventurero, porque ha visto la cara verdadera de un conflicto bélico, tras participar en Shiloh (la batalla más sangrienta de Estados Unidos hasta ese momento). Para el director estadounidense la guerra es el fracaso más evidente de la civilización. En ella no existe lugar para la épica. Solo hay muerte, tristeza, frustración, dolor y devastación. Ford únicamente necesita tres escenas para mostrarle al público todo esto: el improvisado hospital de campaña lleno de hombres gravemente heridos y un médico superado por los acontecimientos: amputar los miembros a algunos soldados y certificar la muerte de otros, el plano en el que los cuerpos amontonados de los militares son enterrados en cal y el precedente a la conversación entre Zeb y un soldado sudista (Russ Tamblyn) con un río de color rojo por la sangre de tantos hombre muertos en plena juventud. En esta parte aparece John Wayne, en una pequeña colaboración, como el general William Tecumseh Sherman. El epílogo nos muestra a Zeb de regreso a la granja, un hombre al que los acontecimientos deplorables vividos le han alejado del joven que abandonó su hogar al comienzo de la guerra. Acaba de comprender, tras la muerte de sus padres, su falta de lazos afectivos con ese lugar, marchándose de inmediato en busca de su sitio en la vida.

Mención especial merecen Centauros del desierto (The Searchers, 1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), sus dos wésterns más aclamados por encima de La diligencia, Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o la trilogía de la caballería (Fort Apache, La legión invencible y Río Grande). 

Para muchos, Centauros del desierto es la mejor película de su director. Son varios los elementos que la engrandecen. Primero, el hecho de que John Wayne realice, lo mismo que en Piratas del mar Caribe (Reap the Wild Wind, 1942), de Cecil B. DeMille, y Río Rojo (Red River, 1948), de Howard Hawks, un papel algo atípico en su carrera, con un desarrollo psicológico sobre el mismo de los que hacen escuela, y eso que, al principio, el director no le quería para el personaje por considerarlo un poco mayor y pensó en contratar a un actor más joven: Robert Mitchum o Rock Hudson. Afortunadamente, se dio cuenta de su error y llamó corriendo a Wayne para que interpretara a Ethan Edwards. Luego, Ford en su puesta en escena se aparta un poco de su estilo, componiendo una película, rica en matices pictóricos, con un uso del color extraordinario y llena de elipsis. Una road movie con múltiples lecturas y uno de los mejores finales de la historia del celuloide. Sabemos que Ethan luchó en México a las órdenes del general Shelvy (confederado como él), como mercenario a favor del emperador Maximiliano I de México (la medalla que Ethan entrega a Debbie así lo demuestra), y en contra de los intereses de La Unión, de la que ahora Texas forma parte, cuando la defendió en la guerra civil estadounidense. Sin embargo, desconocemos cuáles fueron los motivos reales por los que regresa derrotado al rancho familiar, donde viven su hermano Aaron, su cuñada Martha (de la que está enamorado), sus dos sobrinas, Lucy y Debbie (quien puede ser su hija), y un muchacho adoptado medio mestizo llamado Martin.

Ethan es el hombre equivocado, el antihéroe que se limita en un acto poco heroico a cortar la cabellera de un enemigo muerto. Antes de Centauros del desierto nunca se había colocado la cámara de esa manera en el interior de una casa, de una cueva, de una tienda comanche, hasta ofrecernos una profundidad de campo hacia el exterior tan inmensa y perfeccionista por igual. En realidad, la seña de identidad que John Ford le imprimió a esta película fue una técnica de sombras y luz sumamente compleja que en el momento de su estreno no fue percibida como digna de elogio por la crítica. Hasta que David Lean vio la película en infinidad de ocasiones para preparar Lawrence de Arabia (1962), porque le ayudaba a saber cómo rodar un paisaje. Desde entonces se ha convertido en fruto de todo tipo de homenajes y guiños, en especial cuando se convirtió en una de las películas de referencia para los niños malcriados del nuevo Hollywood y del nuevo cine alemán: Steven Spielberg, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, George Lucas, Jean-Luc Godard, Sergio Leone, John Milius, Paul Schrader Wim Wenders, Clint Eastwood… José Luis Garci ha dicho muchas veces que Centauros del desierto es la primera película que se ha rodado en Marte y Fernando Alonso Barahona la define como «pura épica y poesía». 

Otros críticos y cinéfilos consideran la obra cumbre de John Ford, la obra maestra entre sus obras maestras, a El hombre que mató a Liberty Valance. La demostración pura y dura, sin lugar para las concesiones, del equilibrio entre realidad y leyenda, toda una declaración de amor a una época, el salvaje Oeste, que se estaba acercando a su fin, rodada en claro tono crepuscular. John Wayne y James Stewart se disputan el amor de Vera Miles, y de paso representan el pasado y el futuro de los Estados Unidos de América, la verdad que permanecerá oculta y la mentira que será mucho más bonita. Los tres encabezan un reparto memorable, repleto de actores de reparto míticos (Lee Marvin, Edmond O’Brien, Andy Devine, Ken Murray, John Carradine, Jeanette Nolan, John Qualen, Woody Strode, Denver Pyle, Lee Van Cleef, Strother Martin…), pertenecientes muchos de ellos al universo del director, y una gloriosa fotografía en blanco y negro de William H. Clothier, el director de fotografía favorito de John Wayne. La película arranca varios años después de la acción principal, cuando el senador Ransom Stoddard (James Stewart) y su esposa Hallie Stoddard (Vera Miles) llegan a la pequeña localidad de Shinbone para asistir a un funeral. El difunto es alguien muy especial para ambos, pero completamente desconocido para unos curiosos periodistas que están sorprendidos por la presencia del político en la ciudad. Un largo flashback nos explicará la historia de aquel hombre llamado Tom Doniphon. Hace 61 años tuvo que ser John Ford el que nos enseñara que una seca flor de cactus podía ser más bella que un vergel oriental, que la fama no siempre se la granjea quien realmente la merece, que los sueños pueden tornarse amargos y acabar siendo pasto de las llamas y que en el Oeste la leyenda se imprime antes que la verdad. Y es que hace 61 años, John Ford realizó El hombre que mató a Liberty Valance Valance, uno de los filmes más melancólicos y hermosos jamás filmados.

Tenía que ser el autor de La diligencia y no otro, quien, por vez primera, rompiera de cuajo todos los cimientos temáticos, estéticos y narrativos del género cinematográfico estadounidense por excelencia, un género cuya mitología había contribuido a forjar él mismo. El hombre que mató a Liberty Valance es un western íntimo, de espacios cerrados, a veces claustrofóbico como Río Bravo (1959), de Howard Hawks, rodado a última hora en blanco y negro para reducir costes y teatralizado intencionadamente. Características que lo contraponen a la épica homérica de Centauros del desierto y lo acercan al lirismo legendario de Pasión de los fuertes, por mencionar a las otras dos obras maestras de John Ford dentro del wéstern. Para cerrar el comentario, me gustaría evocar aquella escena en la que un amargado, ebrio y dolido Tom Doniphon, arquetipo de la figura trágica fordiana, decide prender fuego a la casa que había construido para vivir junto a Hallie. El patetismo e intensidad dramática de ese momento, culminado por la soberbia interpretación de John Wayne, me lleva a pensar en la facilidad con la que mis sueños pueden verse resquebrajados, cuando menos lo espere, sin que, como Tom Doniphon, pueda hacer nada por evitarlo.

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